sábado, 27 de enero de 2018

Diario de Enero XLXIII


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Las ambiciones se riñen con el estado de confort. Esta tarde he dejado el teléfono en casa, y atravesando el centro de La Ciudad he ido escuchando de memoria el Bolero de Ravel; hubo instantes en los que sentí cierta congoja, admiración, consideración por la consecutiva secuencia de figuraciones que me iba proyectando el paseo, imaginada emoción anticipada sobre algo que bajo esa melodía vivirse pudiera, bajo el impasible impulso de la frecuencia sostenida por el orden del aparente caos venidero, de lo que cada vez depende más de lo que se ha sembrado. Tiro de cuaderno, de fotogramas y de apuntes que acabarían por olvidársele a uno si no fuese porque recurre a su memoria de papel, migajas sobre la acera de la calle más estrecha, destellos de lo que se escucha y se aprende, de lo que se huele y se palpa con la aspiración de que quede constancia de ello en una de las cajas del cerebro. He estado en el Supermercado del Libro y me ha sorprendido el tesón de uno de sus empleados, uno de esos jóvenes con conocimiento y vocación por las letras, con criterio, al no poder hacer su trabajo lo mejor que puede debido a una dolencia en su espalda que lo trae por la calle de la amargura. Existe, hoy en día, el papel del influencer, de esa persona que se dedica a compartir su estancia en bares y restaurantes mediante Instagram y así todo seguido hasta el final de las redes sociales, con objeto de que esos sitios sean después visitados por los miles de seguidores de estos susodichos influencers; se nos va de las manos la sensatez, el sentido común y la capacidad de análisis, la autonomía y esa deseable tranquilidad con la que poder uno decidir libremente a dónde le apetece ir; pero parece que hay que ir allá donde vayan los influencers; estamos atrapados en el influjo de la sensación envasada al vacío. Es notable en nuestro país una relación directa entre el miedo y lo que se supone que es respeto, de manera que incurrimos en la falta de respeto al respeto en si, que es otra cosa bien distinta; el respeto es la libertad interior que uno le ofrece a aquello que es digno de merecerlo, con posibilidad de diálogo y con buenas dosis de raciocinio, no ese silencio incómodo y abrumador, esa desagradable sensación de que nadie se atreva a tirar la primera piedra por la sencilla razón de estar calado hasta los huesos de miedo confundido con respeto. Les sucede lo mismo al desprecio y al humor, se confunden, y asumimos muchos malos gestos y detalles como sinónimos de gracia, y ese mal gusto se ha adueñado de nuestra parte más cruel, de nuestro desprecio por nuestros semejantes, por nosotros mismos.

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