domingo, 28 de enero de 2018

Diario de Enero XLXVI


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Estoy deseando leer la nueva obra de Muñoz Molina, tenerla en mis manos y pasear con ella, parándome a tomar una cerveza en una de esas terrazas en las que parece como si les estuviera un hueco reservado a los lectores. A veces, cuando conocemos un sitio, lo hacemos nuestro con cierto celo, como si lo quisiéramos solo para ese momento en el que sabemos que ahí es donde se encuentra la parte de nuestro ser con la que no nos hemos encontrado hoy; y no se lo decimos a nadie, como si de un paisaje aparte de lo compartido se tratase, ese rincón en el que ver la vida pasar leyendo, escuchando, sintiendo las palpitaciones del entorno, lo que se dice sin ser pensado, lo que se pide sin ser escuchado, el afán por la continuidad sobre la tierra. Ando un tanto desconectado de lo que sucede en el mundo, puede que por aburrimiento, o por la desidia que me entra cada vez que me entero de las mismas atrocidades con distinto nombre; aún así no es excusa; los diarios son pan de un día, literatura del instante, letras que aspiran a describir un fotograma, y hay muy buenas páginas que, sin desatender lo que sucede, le aportan a uno la serenidad suficiente con la que abordar sus fracasos. Las colillas alineadas con el fin de aprovechar el espacio del cenicero son la firme prueba de que hay que ir pensando en dejarlo, de que podría uno decirse en voz alta hasta aquí hemos llegado. Rock inglés de fondo en las estancias de La Nada.

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