domingo, 28 de enero de 2018

Diario de Enero XLXV


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Si escribir es ordenar el pensamiento, a mi aún me queda mucho para conseguirlo. Saco de un bolsillo de mi abrigo una nota en la que apunté algo ilegible, con esa caligrafía rauda del vistazo a quemarropa, y deduzco que se trata de la impresión que se llevaron los clientes de un bar al comprobar que quien había emitido el bramido de una  enloquecida bestia no era el joven de pelo largo y barba mal cuidada que acababa de pasar, sino un señor atildado y muy bien vestido que iba justamente detrás. Otra vez las apariencias. El sonido de la luz se percibe escuchando música clásica al pasear. La Nada también tiene su parte chunga. Arrastra uno los pies sobre el escenario de la calle hasta que se da cuenta de que las suelas de sus zapatos no están de acuerdo. Sólo por la curiosidad de saber qué va a pasar merece la pena levantarse del suelo, decía José Saramago. Sopla hoy un vientecillo inquieto en La Ciudad, que ve cómo el aire de la libertad de un domingo de enero acaricia sus fachadas. Cuando un bar se convierte en una consigna se le seca la tinta al poeta sobre el mostrador de zinc de sus tardes desesperadas. Tengo la intuición de que el mes de febrero será una buena época para dibujar, tiene toda la pinta. Me gustan la cera, la témpera y el pastel, el carboncillo para los bocetos, el bolígrafo para los esquemas y para las notas a pie de la página de la cotidianidad. Una cartulina es una superficie perfecta para alunizar.

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