martes, 24 de abril de 2018

Conciencia tranquila


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El amor con el que el matrimonio que regenta la frutería de mi barrio hace su trabajo es encomiable, admirablemente humano, con esa humildad salpimentada de alegría, de puras ganas de agradar propias de quienes duermen bien y son felices con lo que tienen, esos seres de conciencia tranquila que hacen la vida vivible y el paisaje con figuras de La Ciudad habitable. Antes del local que actualmente ocupa la frutería estuvieron en otro de la calle Santa Clara durante treinta y seis años; la casa era ya muy vieja y la iban a vender, me dice él, y tuvimos que mudarnos aquí, a ver si podemos aguantar el tirón hasta que me jubile, además como este sitio es más grande pues aprovechamos para ofrecer alguna otra cosilla, bebidas, conservas y eso. Tres años le faltan para jubilarse, pero este señor ejerce con el mismo entusiasmo que ese chaval que en sus gestos se adivina descargando un camión de melones en aquella época en la que no se usaban las calculadoras y la romana era el peso que todavía pendía del techo de todos los puestos del mercado de mi infancia; ella le acompaña con la misma soltura, con esa destreza adquirida después de muchos años en el oficio, presta a satisfacer las peticiones y a contestar todas las preguntas con la modestia y la docilidad de quien lo hace por primera vez. Da gusto contemplar la maestría al cortar una calabaza, y la pericia del golpe, certero como un aforismo, que con el mango del cuchillo desgaja la anaranjada porción exhibida con orgullo de hortelano. Dice Ferrán Adriá que la naturalidad está en lo amorfo, y que por eso una caja de tomates o de limones todos iguales siempre es sospechosa; aquí, en la frutería de mi barrio, las forma de las piezas de fruta y hortaliza gozan de la imperfección de la anhelada naturalidad de lo comestible, de lo que aún anda relativamente a salvo de los antibióticos encargados de encasillar el canon de la putrefacta perfección en el molde de lo artificial. Como este lugar consta del sello de lo tradicional las cuentas se hacen sobre papel de estraza y los huevos se envuelven en cartuchos de hoja de periódico; los frutos del campo y de la huerta parecen haber sido colocados por un arquitecto contento de su oficio y agradecido de su profesión; las sandías sugieren una lección de geografía; en los pepinos se percibe la salud definida en la piel de los lagartos; las lechugas son todas enaguas y los racimos de uvas se exponen como después de haber embriagado a la tierra. En la cara de este matrimonio dotado con la gracia de la amabilidad se refleja el don de las buenas personas y la sabiduría de lo que cuestan las cosas, la honradez implícita en el sacrificio disfrutado del trabajo, la firme prueba de la dignidad como claro ejemplo de esperanza. En esta época, en la que los clásicos de la literatura se nos presentan como lecturas obligadas, sucede lo mismo con el bagaje de las personas que están a punto de jubilarse: se merecen unas detenidas lectura y observación para aprender de ellos el arte de vivir cívica y laboriosamente, a gusto con lo que uno hace, transmitiéndole al planeta esa energía propiciatoria del movimiento sobre su propio eje. Qué maravilla.


4 comentarios:

  1. Muy bonito y reconfortante Juan Carlos. Se agradece. Bravo.

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    1. Muchas gracias, Rubén. Celebro que te haya resultado reconfortante.

      Abrazos.

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  2. El trabajo bien hecho y la dedicación. Buena meta.
    Salu2, Clochard.

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    1. Somos lo que hacemos y cómo lo hacemos. Da gusto ver a personas así.

      Salud, Dyhego.

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