jueves, 12 de abril de 2018

Pedir un imperio


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Sabemos que el atlas de la historia nos sitúa en una injusticia detrás de otra, y así hasta el infinito, sea cual sea la página que miremos. Según las leyes de la naturaleza, de la que hemos tomado un sobresaliente ejemplo para poner en práctica las más abominables argucias y seguir haciendo caja a base de la cobardía escudada en la costumbre, el pez grande se come al pequeño. Hablas con un empresario que mantiene al setenta por ciento de su plantilla bajo la férula de su fraudulenta filosofía laboral - trabajando cada uno de sus empleados cincuenta horas o más semanales, con un contrato de media jornada - y te dice que eso es lo que hace todo el mundo, además de, sin el menor atisbo de escrúpulos, afirmar que es tan alta la cantidad que se ha de pagar por los seguros sociales de cada trabajador que de mantener todas sus obligaciones fiscales en regla le resultaría imposible mantener tantos restaurantes abiertos. No se puede caer más bajo. Lo que más me inquieta de estos empresarios es que son jóvenes que siguen las pautas de la explotación que ellos sufrieron y de la que ahora no quieren saber nada; o sea que una de las cosas que sacaron en claro durante su periodo de instrucción profesional era que en cuanto pudieran se independizarían haciéndose autónomos, para ganar dinero a costa de las espaldas de quienes les sacan las castañas del fuego en primera línea de batalla, en el terreno de la más pura y dura producción llevada a cabo por equipos en los que se genera una competencia caníbal por conseguir el beneplácito de los jefes a base de rastreras opiniones a cerca de sus compañeros, siempre dando vueltas a la recancanilla, haciendo de chivatos y diciendo ni más ni menos lo que se espera que los jefes tienen que escuchar. Nadie mejor para trepar por esta cuerda que los bien adiestrados jefes de departamento, entre los que destacan los directores de recursos humanos, que paradójicamente durante las entrevistas de trabajo, cual pobres diablos rebozados en cinismo, se dedican a ofrecer condiciones laborales que ellos mismos no aceptarían; resaltan también, de entre esta caterva de reptiles acorazados en su miedo, los encargados poco versados, siendo tan solo duchos en el maléfico arte del patético y pusilánime peloteo que comulga con las ruedas de los molinos de viento de la tropelía. Lo jodido es que quienes se atreven a tirar la primera piedra son rápidamente estigmatizados por el sambenito moderno de sindicalistas, vamos, por pedir lo suyo, acorralados por el silencio de sus propios compañeros. Hace poco se me instó a que no ejerciera de Robin Hood al pedir unas condiciones ni más ni menos que justas para todos mis colegas, a los que se les había propuesto lo mismo que a mi y no se atrevían a abrir la boca, tras negarme a impartir clases en la reputada escuela superior de hostelería a la que pertenece el restaurante en el que trabajado como primer mâitre durante los últimos tres años,  a cambio de no cobrar nada. Esa fue una de las gotas que colmó el vaso de mi indignación y claro, días después decidí abandonar uno de los trabajos del que más he disfrutado en mi vida. Me da mucho coraje cuando escucho a uno de esos leguleyos de la mediocridad decir que gracias a Dios tienen un trabajo, y que eso no lo puede decir todo el mundo. Claro que no lo puede decir todo el mundo, porque no todo el mundo es tan miserable como para no mover  un dedo ni abrir la boca a favor de lo que corresponde, de lo equitativo, que aunque parezca mentira parece tratarse ya de pedir un imperio.

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