lunes, 11 de febrero de 2013

Cercanía a distancia.








Justo a mi lado, en un locutorio situado en la avenida Pablo Rada de Huelva, se encuentra una señora hablando con un desconocido mediante una wescam en la que aparece una cara de la que a penas le ha dado tiempo a conocer el nombre y en cuyos rasgos puede adivinar anticipadamente que se trata de otro desamparado de conversación y compañía como ella, pero a excepción de esto, del descomunal vacío en el que se encuentra sin la voz de su furtivo compañero, será capaz de hablarle de cualquier cosa: porque tiene la imperiosa necesidad de contar con alguien en quien descargar sin demasiada demora su confianza para informarle de todo aquello que no le ha declarado a sus seres más cercanos, tal vez por cobardía o por la paradójica falta de franqueza sobre la que giran las relaciones familiares; esa tendencia a no calentarle la cabeza continuamente a las mismas personas por miedo a que nos llamen pesados, y por el desdichado hábito de no saber ni querer escuchar la misma canción de siempre recurriendo, en este caso, a la impetuosa búsqueda de sociabilidad mediante una herramienta en la que una imagen es todo lo que nos une a la otra persona y en cuyas resonancias ópticas poder hacer un raudo retrato robot de la personalidad a la que le vamos a encomendar el valor de nuestro mensaje.


A veces llega uno a la conclusión de que muchas de las catástrofes personales se hubieran podido remediar de no ser por la nulidad de conversación y la falta de algún que otro ser a quien declararle la angustia de un crucial momento tras el que se ha desvanecido todo. Entre estos dos náufragos del afecto salen al paso los tópicos con los que ir dando paso a cuestiones mas serias entre los que se entrometen los silencios en los que ninguno se decide a dar el paso de decir lo que piensa por temor a descargar pólvora con demasiada antelación. Hay un primer momento en el que todo parece sencillo y preceptuado como las reglas del parchís, en cuyo inicio se ofrece un ancho margen antes de que acucie el peligro de la desolación y el apremio de un golpe de suerte con el que las fichas no se encuentren en un irremediable callejón sin salida. En sus primeros compases la situación no da la sensación de transcurrir bajo un diálogo armado con expresiones que se dedica entre si la gente conocida, más bien un querer romper el hielo con trivialidades que en los ojos de ambos encuentran el reflejo de estar deseando presentir algo que les haga tirar del hilo que desprenda la madeja de las confesiones; es un ir y venir sin decirse nada en el que las sonrisas forman parte del relleno de los huecos que no se cubren con la originalidad y la importancia de lo que realmente les pueda interesar o estén deseando oír, de todo eso para lo que aún no se han otorgado la confianza necesaria y a lo que cederán en el momento menos pensado, cuando aparezca la función que como antídoto de la vergüenza tiene reservada la distancia. Hablan de su pelo y de su belleza, de lo feos que son tanto el uno como el otro, y mediante un cómplice y a bote pronto entendimiento avalado por la experiencia y el recuerdo se vanaglorian de ello presumiendo de sus atributos y facciones, riéndose de sí mismos como dos seres frecuentados por una sinceridad infantil que les resulta útil y descargada de prejuicios. Hablan de sus dolencias y de lo bien o lo mal que se ven a través de la cámara. Bromean en torno al sexo con la jovialidad típica de quienes se encuentran a salvo de no caer en el rubor debido a esa separación que les asegura una legítima licencia para poder dirigirse una palabra más que otra salvaguardados por la distante posición en la que se encuentran. Se catalogan con una franqueza que puede sorprender a alguno de los más atentos de cuantos aquí nos encontramos, y pienso en la facilidad con la que esto está sucediendo ahora mismo y en la dificultad que nos retrae en esas situaciones en las que lo más conveniente es decirnos las cosas a la cara, cuando de verdad necesitamos de la afirmación de un motivo con el que quedarnos tranquilos y despojados de los cancerígenos fantasmas que nos corroen por no haber hablado, por no soltar las prendas mojadas del resentimiento.

Llega un momento en el que se preguntan de qué continuar hablando; ambos se imaginan en un paraíso secreto en el que poder llegar a ser el uno para el otro tanto como lo están siendo ahora, a pesar de la futilidad del intercambio de impresiones, porque hay una doble sensación que comparece al unísono en este punto de la trama: la del deseo de lo ideal y la de lo que se transmite a salto de mata en este diálogo enlazado por dos monólogos en el que quien parece que escucha solo piensa en lo que va a decir cuando termine el que ahora sostiene su esperanzado soliloquio en el encantamiento, dando así pie a una confusión que les hace volver con frecuencia a las mismas cuestiones mal atendidas por un pensamiento en el que se mezclan los barruntos del deseo con la indecisión de proclamarse. No parecen tener complejos, nada ni nadie les intimida, les censura ni les molesta, y ponen en práctica una cierta propensión a la improvisación con la que amenizar la sesión atando cabos imaginados y maquinados en la fantasía que les permite sentirse fuertes. Ahora él insiste en eufemismos con los que dar a entender que se encuentra en celo, que necesita el tacto de la piel de una hembra e incluso parece que está dispuesto a desnudarse, a dárselo todo mediante esa pantalla alquilada por horas, pero ella trata de ponerle freno diciéndole que no se encuentra sola, que aquí no puede concederle su deseo, que se calme y que le cuente otras cosas, y que por su parte se habrá de conformar con la exhibición de su trenza, de la que se siente tan orgullosa como aquella Melibea por cuyos cabellos trepó Calixto con la diferencia de que aquí no hay huerto ni balcón sino la imagen que entrambos se ofrecen con un trecho de miles de kilómetros de por medio. El resto, los que hasta el momento estábamos en nuestros asuntos, gente de Mozambique y Marruecos, de Colombia y Bolivia, de países lejanos como Mágina o Macondo, ya no nos mostramos tan indiferentes ante las candorosas carantoñas que mutuamente se reparten estos tan necesitados de conversación como lo podamos estar nosotros, y esperamos la resolución del amor instantáneo de esta pareja de solitarios que tal vez por aburrimiento y descarte han recurrido al método de la charla a distancia en la que abordar libremente las cuestiones a causa de las que hace días que no duermen, con las que sueñan despiertos en el paseo que les dirige hacia sus respectivas cámaras, en las que se dispondrán a encontrar la cercanía a distancia del roce imaginado con el que Don Quijote y la Princesa Micomicona llevarán a la escena su papel de fabuladores del presente para deshacer la inminencia de sus nostalgias y acercar así dos puntos del planeta mediante una mirada tras la que vale más lo que se evoca y conjetura en los silencios que lo que en sus irrealidades argumentan siendo dueños de un secreto.

4 comentarios:

  1. Querido Clochard,nada es comparable al tacto de la piel pero,esta ventana al mundo que es internet acerca la posibilidad de con la ayuda de la imaginación,sentir más cerca a los seres que amas.Esa pareja,igual llevan separados meses,incluso años;y estoy segura que ese virtual contacto hará que se sientan menos solos en esta jungla de falsas apariencias.Vale la pena compartirlo con los demás,¿no crees?...Un abrazo en las hondas!!

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    1. He querido representar una situación en la que se ven por primera vez; de hecho a mí me pareció evidente, y literario, y descriptivo de algo que tiene que ver con los humanos. Por supuesto que internet es una herramienta que bien utilizada acerca de muy buena manera.

      Mil abrazos.

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    2. Como me gusta idealizar las situaciones,me puede mi vena romántica,se me fue...Un abrazo real!!

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    3. Si no fuera por esas idealizaciones que nos hacemos de vez en cuando nuestro pensamiento se anquilosaría en desesperantes rutinas y agobios de faltas de esperanza. Has hecho muy bien.

      Mil abrazos.

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