sábado, 2 de febrero de 2013

Círculos viciosos.








No sé si se trata de una desproporcionada visión adquirida en mis ratos de reflexión, algunos de los cuales se apuntalan con la certeza de una más que relativa tristeza que trato de derivar en la explicación de una rutinaria maniobra mental que la realidad nos ofrece de tanto en tanto como débiles seres que somos, o si por otro lado resulta que no ando yo muy al día, ni programado, de las medidas concernientes a lo que es y lo que no es, a lo que vale o no vale o a lo que se lleva o no se lleva, o a lo que se tira o no se tira o caduca o no caduca. El caso es que gracias a mi casi total desatención por la vida del vecino, y a ser proclive, por extensión, a despojarme de todo, a excepción de la ropa que llevo encima, intento adquirir ese estado en el que la tranquilidad no se cambia por nada porque tiene muchísimas cosas que llevar a cabo y para las que siempre le falta tiempo, y me enredo en mis asuntos de tal manera que mi separación de las tendencias para cualquier otro podría llegar a ser alarmante o síntoma de alguna grave deficiencia adquirida por un hábito poco sano. Detesto la palabra aburrimiento cuando ésta se interpreta queriendo decir que no se está haciendo nada porque no se esté haciendo algo impuesto por el mercado. Aborrezco la palabra aburrimiento cuando no se pone el más mínimo interés en desenfundar la imaginación y comenzar a construir incluso desde el sillón.

 De vez en cuando hago lo posible por deleitarme no haciendo nada y poniendo todos mis esfuerzos en contemplar el paisaje, que ya es algo, y hago todo lo posible por vivir sin que la contagiosa influencia del huracán de la mercantil y déspota innovación me importe más de lo imprescindiblemente necesario; y después de haber comprendido que el pulso que malamente pueda echarle uno a la realidad cuando ésta se aferra a lo que para mí resulta tan banal como inútil y sin sentido para envejecer con cierta dignidad, tratándose tal vez de una de las preocupaciones a la que con más fidelidad me arrimo, ha habido veces en las que por poco no me separo por completo de la relación espacio tiempo en la que me encontraba, de manera que al salir de tal aletargamiento, del cual siempre me ha quedado un postgusto medido en unidades de felicidad, he dudado entre seguir en tal estado o ponerme las pilas para parecerme algo más a mis semejantes y no alarmar a nadie ni conseguir que me tomen por qué digo yo, un chalado; cosa que tiene su gracia, su punto, su aquel, su pacífica salida de tono con la que deslindarse del rebaño.

Entonces aterriza uno de nuevo en el planeta mundo, aquí, en el barrio, y se vuelve a poner el jersey del haz, porque lo de las costuras del revés para que no molesten suele poner cara de pocker en quienes preguntan, y mueve el café cogiendo la cucharilla como todo el mundo sin rendirle cuentas a nadie con lo de que hacerlo a la inversa es cuestión de funcionalidad y ergonomía, y le sigue el rollo al más pelotas de los compañeros y queda con él o con ella para echar unas cañas, incluso se atreve  a intentar prestarle un libro si es menester y sin ánimo de ofensa, y adereza las tostadas en el orden en el que aquí se ha hecho toda toda la vida, he dicho toda, y todo aquello que haya sido visto y aprendido en la tierra en la que doctores en pan con tomate haberlos haylos debajo de las piedras, Cataluña, hay que olvidarlo. O sea, es el momento de ponerse manos a la obra tajantemente, sin permitirse un milímetro de duda en aquello de que allá donde fueres haz lo que vieres y medirle el paso a tus pasos y la distancia a tu mirada, ya que como decía Montaigne: el movimiento nos descubre.

El miedo a la diferencia, a ser distinto, acapara muchos de nuestros gestos. Nos vemos envueltos en una sábana de prejuicios que deterioran nuestro natural funcionamiento, ya sea por la educación, por el entorno, por las amistades, por todo lo que como esponjas vamos absorbiendo y nos forma  y transforma. Por lo tanto podemos decir que somos plenamente conscientes de que nuestras maneras de actuar son dispares, lo cual es un tanto para el raciocinio, pero nos resistimos a indagar en ese campo, en el de la actuación y perfeccionamiento de lo que nuestra propia naturaleza nos sugiere, Por qué: por temor a estar haciendo las cosas como no se deben hacer por la sencilla razón de que nadie las hace así. Conclusión: que el borreguismo es fácil de poner en marcha a partir del momento en el que los medios y los capos de las tendencias saben a donde poner el dardo para que el resto, la humanidad posibilitada, y no la que no tiene ni para comer ya que con ella no se cuenta para estos planes, salga tras el reclamo del relevo, se lance a la piscina o desde un tercer piso, adopte la más extraña de las costumbres, que a partir de ahora y debido a la moda ya sí será bien vista, y bailará la canción del verano con los gestos dictados por un tipo salido de un país oriental al que le quedó muy marcado lo de dale a tu cuerpo alegría Macarena, aayy. Y así sucesivamente podríamos hablar de un montón de gazmoñerías y paparulladas servidas en lata y plagadas de conservantes.

Lo que queda claro es que si existe alguna tendencia es la de pensar lo menos posible y la de dejarnos llevar para después quejarnos porque nos roban y nos engañan, dando pie a otra tendencia resultante de la anterior: el morbo cobijado en la ignorancia con el que pasar ratos de cháchara macarrónica y maloliente, de la que, a su vez, deriva otra tendencia: la envidia cuando alguien cercano destaca o trata de hacer algo de diferente manera, momento en el cual la serpiente se muerde la cola porque aparece otra tendencia, de manos de quienes dirigen la jugada como en un videojuego en el que nosotros somos los muñecos, que se encarga de plantear la más dispar de las innovaciones para cegarnos en ella de tal manera que olvidemos la frustración creada por la anterior, aquella que dio origen al círculo vicioso del que nunca saldremos y por culpa del seguimiento del cual, permítanme decir, no tenemos derecho a quejarnos mientras no dejemos de contribuir con causas tan vacías y malintencionadas como la de estos canallas que encima, y por si fuera poco, están reventando el ecosistema a causa de los recursos necesarios para semejante empresa.

Qué lejos queda aquello con lo que Nietzsche afirmaba que hacer las cosas como los demás es una máxima sospecha que casi siempre significa hacer las cosas mal.

4 comentarios:

  1. Tenemos la imperante necesidad de pertenecer a un grupo y de que nos reconozcan nuestros meritos,aunque esto nos cueste nuestra propia identidad.Difícil elección entre:ser uno mismo y correr el riesgo de no ser entendido y por consiguiente el posible aislamiento del grupo o ser lo que los demás esperan y experimentar una felicidad efímera y para sentir que perteneces a algo.Con los años aprendes a conocerte,a respetarte,a tolerarte y a que los demás te aprecien y respeten como eres,creo yo...Un abrazo único!!

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    1. Si, no hay que ser tajante porque corres el riesgo de acabar en el mismo lugar en el que colocas a todo aquello que no te gusta, pero un poco de originalidad le pone sal a la vida y por el mismo dinero se hacen muchísimas mas cosas y de una manera más tranquila y amable, y sonriente y pacífica.

      Mil abrazos.

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