jueves, 21 de febrero de 2013

Coliseos espectrales.








De la misma manera que al cruzarme con alguien me figuro cosas que puedan tener algo que ver con esa persona, preguntándome en qué orden estarán colocados los libros de su biblioteca, o cómo de tranquilo o indignado se debe de sentir ante tanta turbulencia burocrática ese ser del que no sé ni el nombre, igualmente cuando detengo la mirada en algún edificio me pregunto cómo se celebraría la inauguración del mismo, cuántas familias habrán vivido ya en él desde entonces, qué incidentes han podido suceder en sus interiores o de qué manera coexistieron los sucesos más representativos de las épocas que han ido siendo archivadas en el recuerdo mientras iban envejeciendo sus inquilinos a la par que la aparición de alguna que otra grieta. Me hago estas preguntas creo que por un instinto de justificación hacia mi presencia en el mundo, como queriendo deducir algo con lo que satisfacer mi curiosidad por el entorno, por formar parte, aunque ausente y solitaria, de todo este conglomerado en el que me incluyo y al que se unen las reflexiones de mis paseos, para sentirme acompañado por la capacidad regalada de la fabulación de la que gozamos los que tenemos la suerte de no contar con una desgracia que acucie nuestras vidas, cosa que valoro con la alegría y el regocijo de quien se sabe poseedor de la tranquilidad necesaria para dedicarle al día el homenaje que se merece por ser único e insustituible, por no poder vivirse de nuevo.

Tengo tendencia a venerar a algunos artistas más allá de la simple admiración que pueda sentir por ellos, a esos genios del pensamiento que con sus creaciones nos conmueven y nos ayudan a hacer de la vida un lugar habitable y dado a los planteamientos con los que proponerse aprender a saber vivir: músicos, pintores, escritores o vagabundos, en los que uno encuentra cosas con las que alimentar su espíritu y sentir el alivio propio de la libertad que indolentemente se encuentra en la merecida salubridad del crecimiento que tantos males remedia, y casi de la misma manera siento una devoción muy especial por algunos lugares, por edificios y construcciones, por templos, fachadas de catedrales, portales, plazas o columnatas de museos, por la arquitectura en general y en particular por aquella diseñada para reunir a las masas. Desde que era un niño me sedujo la capacidad de la que disponen algunos lugares para albergar a mucha gente, como es el caso de los pabellones, estadios, teatros o plazas de toros. Recuerdo que en mi adolescencia en un libro de texto de latín encontré una foto del Coliseo Romano que no dejé de mirar a lo largo de todo el curso. Inagotablemente todos los días me paraba a echarle un vistazo a aquellas ruinas fotografiadas para imaginar los tumultos que había visto en alguna que otra película típica de las tardes de los Domingos, a los cínicos saliendo a contracorriente por sus vomitorios, al público pidiendo la muerte de  un cristiano, la absolución de un César con su dedo en alto o aquellos gladiadores que tan en desventaja luchaban contra un mucho mejor armado y más numeroso grupo de elegidos contrincantes.
De hecho siempre que he podido, a pesar de que mi afición por el fútbol ha ido menguando a medida que ha crecido mi interés por otras cosas, me he metido en uno de esos coliseos modernos, en un estadio, en los que por fortuna la diversión gira en torno a un juego más noble y menos sangriento que los de la época romana, solo por la curiosidad de volver a percibir la sensación de sentirme acompañado por veinte, treinta, cuarenta o cincuenta mil espectadores, por estar junto a un montón de hinchas que grita y desfoga la carga laboral acumulada a lo largo de la semana mirando cómo se pasan el balón sobre una alfombra verde veintidós jugadores que mueven pasiones; y por ende cuando he tenido la oportunidad de asistir al interior de un recinto no he dudado en admirar continuamente las claves de esa fortificación levantada a base de hormigón y muchos cálculos matemáticos que a veces ponen al filo de lo imposible las leyes del equilibrio, así como los cuantiosos motivos de ornamentación que penden de techos y paredes, o los rematados detalles con los que las escalinatas, balcones, ventanas o puertas con los que algunos emblemáticos edificios, como los más importantes teatros y museos, le brindan a la mirada la posibilidad de favorecerse por un rato de la admiración de la belleza y dar cuenta de lo trabajoso que debió ser llevar a cabo semejantes proyectos de colocación y administración de simetrías para que el resultado fuera algo tan maravilloso.

Si paseo y veo cómo un grupo de grúas se afana en transportar hierros y materiales pesados a la vez que decenas de obreros levantan tabiques, encofran, enyesan y mueven kilos de cemento, le pregunto a cualquiera que haya por allí qué es lo que están construyendo. Es una tentación que no puedo reprimir: quedarme embobado ante el portento de lo que es grande e imaginarme en qué se convertirá eso que acaba de ser abordado e insinúa el aspecto de lo descomunal, como cuando era niño y quedaba horas y horas viendo trabajar a los albañiles que circunstancialmente hubieran ido a mi casa para hacer una reforma, y de paso empezar a pensar todas esas cosas parecidas a las conjeturas y cavilaciones que da de sí el pensamiento de la observación. Por eso cuando paso junto al solar en el que hasta hace poco había un edificio o sede famosa, y a consecuencia de cuya demolición solo existe una explanada a la espera de ser atacada por las garras de algún proyecto ávido de dinero, intento atravesarlo saltándome la valla para caminar por el corazón de esa nada en la que hubo un algo admirado y de lo que ahora nos queda solo el anuncio de la próxima constructora encargada de levantar unos cuantos bloques de pisos, o una serie de salas de cine que el público de a pie no podrá visitar debido al alto precio de las proyecciones, adosados a un centro comercial subvencionado por las arcas del estado que acabará edificando alguna empresa promovida por el desleal propósito de no respetar los cánones éticos, que se le suponen a todo código deontológico, y acaparar imprevistas comisiones con las que engordar la cuantía del presupuesto.
El otro día me desmarqué en busca de algo diferente en mis pateos por la ciudad y me atreví a visitar el solar del antiguo estadio Colombino de Huelva, la cuna del balompié español, el campo del equipo decano del país y, al contemplar aquella explanada vacía y silenciosa en la que un grupo de jóvenes había ido a pasear a sus perros, sentí de nuevo lo mismo que en otra ocasión en la que el escenario fue el viejo campo de Atocha, en San Sebastián, también bajo el espectro desaliñado de un solar con matojos: una sensación de grandeza despojada de todo rastro material, una imaginada mole en el silencio, y la impresión de estar de pie en el centro de lo que fue la olla a presión en la que se dieron cita miles de personas a lo largo de más de medio siglo para vitorear a su equipo, y atravesé aquel solar imaginando lo que allí vivieron tantos deportistas y aficionados, los gritos que sacudieron los cimientos de ese templo del pueblo, y me sentí un privilegiado mientras aquellos chavales hacían saltar a sus perros y algunos vecinos utilizaban los márgenes del descampado como aparcamiento.
Pocas veces se envuelve con algo de homenaje un lugar que ha sido tirado abajo, muy al contrario se levanta de nuevo un conjunto de pilares con la facilidad con la que se olvida lo que antes tuvo presencia directa y fue ineludible centro de las miradas sobre los planos de una ciudad; pocas veces se le da la importancia que el recuerdo requiere a lo que ha quedado fuera del centro de atención de la inminente necesidad material para pasar a otra cosa cuya funcionalidad nos sea mas directamente provechosa. Pero para todo hay excepciones, y a la que me refiero vino no sin estar cargada de cierta sorpresa y alegría por consumar uno de los principios que echo en falta cuando hablo de esto: la del recuerdo; me refiero al banderín de corner que se mantiene en pie en un parque de Santander en el que anteriormente se hallaban los antiguos campos de esport del  Sardinero, que así eran nombrados por los reporteros deportivos de mi infancia. Aquel ejemplo me conmovió, la primera vez que lo vi, por la sencillez de la representación y por lo contundente del simbolismo de aquella esquina desde la que algunos jugadores, desde Gento a Santilana, recibieron el esférico para introducirlo en la portería contraria, destinada ahora como urbana zona de recreo en la que la perpetua figura de esa pequeña bandera tiene algo de sagrado, algo de memorialístico y de respeto por la historia. Desde el momento en el que lo descubrí me pareció ejemplar y ha quedado en la remembranza de mi veneración por los lugares en los que todavía habita algo de lo que fui durante mi niñez, pero esta mañana, al atravesar la explanada del viejo Colombino de Huelva, he echado en falta siquiera una pequeña señal que me uniera con el pasado y desde un extremo he golpeado una oxidada lata de refresco imaginando que era el balón con el que ese sitio dejaba de ser un fantasmal descampado.

 


6 comentarios:

  1. Me gusta mucho esa capacidad que tienes para ver vida en un desierto, para colonizar un espacio vacío, para recrear una historia en un lugar yermo.
    Salu2.

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    1. La presencia de lo que no está, pero estuvo y fue tan importante, no deja de sentirse; incluso en las calles aledañas al lugar se pueden escuchar todavía el tachunda de las trompetas y los tambores de la aficción de hace treinta años. Lo de ahora es un tatuaje de la nada, una secuela y ya está.

      Salud.

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  2. Creo que el antiguo Colombino ha sentido tu balonazo en todo su corazón de cosa viva gracias a tu gesto, tan poético.

    Besos y cuídate mucho.

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    1. Legué a escuchar a la gente gritando, a los tambores animando y al portero contrario señaléndole a sus compañeros la posición que tenían que ocupar. Fue gol.

      Besos, prosas y versos.

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  3. Querido Clochard,me has traído recuerdos de mi niñez,cuando nos metíamos en los edificios "deshabitados",nos encantaba la mezcla de miedo y curiosidad que experimentábamos.Solo entrar por la puerta o la ventana según el caso,sentías vibraciones,como si todo lo que se hubo vivido allí permaneciera en los objetos rotos,en las muescas de las escaleras,incluso en la falta de oxígeno;algo que no pasaba en los edificios a medio construir desprovistos aún de alma.Si regresas un día por Cantabria,te llevaré al Túnel de la Engaña,en Selaya.Fueron construidos por presos.Los militares pretendían unir por allí Cantabria con la provincia de Burgos.Permanecen aún unos cuantos edificios medio derruidos con mucha historia.Fueron parte de escenarios de una película:"La vida que te espera"¡Imagínate!...Promesa de cántabra!!
    Un abrazo nostálgico!!

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    1. Allí iremos a decubrir e imaginar. Me has puesto los dientes largos, debe ser muy interesante. Cómo me lo pude perder.

      Mil abrazos.

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