lunes, 18 de febrero de 2013

El callado ruido de la mente.








En La mano invisible de Isaac Rosa, aparece una serie de personajes envueltos en la monotonía de sus labores, como si sus fuerzas fueran propulsadas por la energía que les proporciona un motor Diesel, ante un público que comparece como espectadores de las muestras que de sus quehaceres profesionales hace este grupo de individuos expuesto allí, en un pabellón con gradas al que los lugareños acuden como quien va al fútbol, como lo podrían estar haciendo en un teatro, para contemplarlos mientras sacan a escena de una fría y rutinaria manera los movimientos en los que consiste el oficio de cada uno de los actores/profesionales, cada uno a lo suyo, tal y como son, haciendo aún más grave el trasfondo de manipulación que subyace en la utilización del esfuerzo en beneficio de la usurpación y el cálculo con los que los sistemas de fabricación harán todo lo posible por superarse a sí mismos en la consecución de unos objetivos para los que la palabra cima no existe, que no se rigen por la preponderancia en sus metas, siquiera en una de ellas, del beneficio comunitario ni del servicio público por mucho que pongan como falsa excusa alguna razón de noble peso para argumentar cuáles van a ser los medios utilizados, que acaban siendo el monopolio del pensamiento, el enclaustramiento de la originalidad y el envase al vacío dentro del cual ningún miembro del engranaje podrá moverse más de lo debido para no desfallecer en la esclava tarea de la producción. Son, estos personajes del libro de Isaac Rosa, el diferido del directo detrás del que se encuentra la mano invisible del mercado, ya en la realidad encontrada de puertas para afuera, esa misma mano que Adam Smith atribuyó a las leyes de la oferta y la demanda que hace que unos tengan que renunciar y otros continúen ganando, la misma que se encuentra detrás de las consignas que rigen la fluctuación de los negocios, las pérdidas y las ganancias, los precios, las contratas, los presupuestos y la mecanización de la mano de obra, en cuyos sótanos se halla el silencio de los obreros, de los trabajadores que van cada día a su empleo y se comportan como autómatas programados por las normas del rendimiento y la productividad.
Sale uno de la lectura de este libro con la sensación de cansancio proporcionada por el aburrimiento de haber estado haciendo lo mismo durante mucho tiempo, como esas situaciones a las que no les basta con el descanso porque se han pegado al cuerpo como el olor de un mal humo, independientemente del esfuerzo ejercido; algo parecido al efecto que aniquila la creatividad de las mentes a base de una exasperante monotonía a cambio de la que se recibe una insultante, por ridícula, cantidad de dinero para no morir de hambre y mantener vivo el pulso de la cadena de montaje, que se encuentra en la voraz maquinaria del capitalismo, que tiene mucho que ver con la discordancia existente entre los objetivos personales y los empresariales, siendo la consecuencia e ilación que se nos presenta en el siguiente decorado: de una parte el animal impío que ejecuta sus matematizadas maniobras sin dejarse nada en el camino de la avidez representado por la industria, y del otro lado el ser cabizbajo, enfermo y aburrido preguntándose en qué se le ha ido la vida, en la figura del obrero jubilado para el que no hay marcha atrás que valga y al que se le ha sacado hasta la última gota de rendimiento hasta dejarlo extenuado y sin el ánimo suficiente para afrontar un último tramo de su vida disfrutando de una dinámica de jovialidad bien merecida. No todos los oficios tienen este poderoso poder de destrucción, que ataca, como la nicotina del tabaco, matando pausada pero certeramente a lo largo de cuarenta años, pero resulta innegable que una inmensa mayoría de personas se aplican con denuedo sobre unas funciones que para nada corresponden con lo que su más íntima naturaleza les exige. Decía Píndaro que ojalá llegues a ser el que eres: a pulir la obra de arte que tu existencia tiene dentro de ti, la máxima expresión de tu contenido, tu voz y tu sonido, tú en estado puro después de haber trabajado tus interiores esforzándote, pero por y para conseguir ser ni más ni menos que el y lo que eres.

El pensamiento de los jornaleros que se baten el cobre por unos cuantos euros para sobrevivir, en esta encrucijada de la producción de la que nadie sale ileso, ni los que ganan, se merece un homenaje, una alusión continua por todo lo que les honra, que es mucho: aguantar tenazmente el peso del mundo sobre sus riñones, construir, barrer, clavar, atornillar, encalar, enlucir, pintar, atender a cada uno de los eslabones gracias a los cuales se sostiene este castillo en el aire en el que se ha convertido el planeta en la progresiva transformación a la que lo hemos ido sometiendo. Ellos se encomiendan a la brega y callan, y en sus rostros se detectan las silenciosas arrugas de la estoica resignación a las que le debemos mucho de lo que somos y nos hace la vida más fácil, todo lo que nos permite disponer de agua corriente cada mañana y encontrar el paso de cebra bien marcado, y los contenedores dispuestos para volverse a llenar con nuestras bolsas repletas de cáscaras de naranjas y de envases variopintos, en los que se nos despacha el progreso alimentario marcado por unos códigos de barras y aderezado con conservantes de origen farmacológico, por poner algún ejemplo. Es mucho el empeño derrochado que se lleva a cabo con la cabeza agachada, demasiado, aplastante y desproporcionado para lo recibido a cambio. 
En la historia reciente de la literatura se pueden encontrar ejemplos de escritores que han querido rendirle tributo al callado ruido de las mentes de quienes se afanan en lo que saben hacer, en los trajines y avatares propios del día a día, en la disputa ordinaria frente a las adversidades adheridas a profesiones en las que el riesgo forma parte del modo de vida, como la de los marineros del Aril, barco cuya tripulación conforma el plantel escénico de Gran Sol de Ignacio Aldecoa; hombres que, como dice Rafael Chirbes acerca de los personajes de Aldecoa, no pretenden ser símbolo de nada y ante los que la inspiración de algunas plumas privilegiadas ha encontrado la manera de expresar con las palabras que ellos dicen todo aquello que sus voces regalan, todas esas palabras que ellos usan sin ser conscientes de su trascendencia, convirtiéndolas así en una forma de conciencia y de agradecimiento mediante su impronta en las páginas en las que, como en las de Benito Pérez Galdos, se vean reflejados los atributos de cuantos hacen del silencio una virtud a pesar de que parezca que están ahí solo como parte del funesto decorado de los despropósitos de la injusticia. Vale la pena salir a la calle y empaparse de todo lo que nos rodea, sin sospecha alguna de acabar perjudicado por la experiencia; hay que acercarse a la gente que está ahí dejándose las manos y atando los cabos de las redes de pescar, en los entresijos de la cruda realidad en la que se encuentra la esencia misma de nuestro tiempo, para después reflexionar sobre la barbaridad construida en torno a un paraje tan espléndido y acogedor como la tierra en la que el sigiloso recato de la razón de ser del obrero parece salir perdiendo por exceso de prudencia, característica de los hombres honestos, por muy limpias que tenga las manos.

2 comentarios:

  1. Querido Clocard,creo que la meta más difícil de cualquier persona es ser uno mismo.Somos como la chistera de un mago,nunca dejamos de sacar sorpresas de nuestro interior...Un abrazo mágico!!

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    1. Sin duda, querida Amoristad, que somos una caja de sorpresas, o el sombrero de un mago, afortunadamente, y que merece la pena acercarnos a ver qué es lo que hay en nosotros mismos, solo que no se encuentra el tablero diseñado para eso; pero, bueno, siempre existen soluciones.

      Mil abrazos.

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