lunes, 25 de febrero de 2013

Paseo nocturno.













Me sucede con frecuencia que antes de salir a pasear parece como si tuviera la certeza, la premonición acompañada de suspense, de que me cruzaré con alguien a quien hace mucho tiempo que no veo. Luego, una vez que pongo el primer paso en los espontáneos senderos del trayecto, sin rumbo fijo ni obligaciones horarias que condicionen mi viaje a pie por los entresijos de la ciudad, olvido esos presentimientos porque las pupilas se encargan de pararse en todos lados y en ninguno y es como si se exiliara el pensamiento en un mundo aparte en el que reina lo imprevisible, de acá para allá, y a penas si vuelven a tener alguna importancia esos presagios anteriores a la salida, volcándose ahora las energías en la inercia desatendida de toda obligación con la que se dejan llevar el cuerpo y el espíritu por lo lugares más dispares, preferentemente por los que nunca se haya pasado anteriormente, enriqueciendo el bagaje pasajero e imaginando que acabo de llegar a un pueblo desconocido, a otra ciudad que no aparece en el mapa, cuyas primeras muestras son estas instantáneas que van tomando la retina y el olfato desatendiendo cualquier gesto que incite al postizo formalismo en el que hemos sido educados que inconscientemente conduce a guardar las apariencias. El día es un continente muy apropiado para caminar e ir en busca de lo que pasa sin que nadie te lo cuente, pero la noche encierra el misterio de lo callado, de lo que ha de ser interrogado de una manera más delicada, más en silencio y deduciendo más agudamente lo que nos quieran decir las cosas que habitan el paisaje urbano.

Los paseos se caminan, se ven, y se huelen. El olor a gasolina y a frenazo sintoniza a fondo con las manchas sobre el asfalto, con las marcas de neumáticos y semisecos chorros de aceite de cárteres de vehículos antiguos, y la humedad acumulada en los surcos de los bordillos, en los que todavía quedan restos de agua tras haber sido limpiadas las calles, sintonizan con las primeras horas de la madrugada: esas horas en las que los operarios de limpieza saludan al viandante con la seguridad de disponer de la legitimidad del esfuerzo en sus manos, esa reconfortante sensación escénica que les hace protagonistas de sus habilidades y propietarios de una franja horaria como se es de las señas de identidad en un pasaporte; unos, con una especie de pinganillo colgando de una de sus orejas, escuchando música o uno de esos programas de radio a los que llama gente preocupada o imposibilitada del refugio del sueño o de ambas cosas, y otros concienzudamente atareados e indicándole al chofer del camión que les precede cuándo es el momento oportuno para salir en esa frenética estampida en la que un par de ellos se convertirán en hombres araña y se adherirán de un salto a la parte trasera del remolque. Entonces pienso que el horario de la noche, para quienes ejercen en ella, es como una patria en la que se va forjando un modo de vida, y en cierta manera un privilegio, pues en ese afán en el que se ganan el pan cuentan con la favorable posición de no tener que fingir sonrisas ni tener por qué escuchar una tontería detrás de otra; ahora bien, a cambio de una inigualable función que nos permite al resto encontrarnos el mundo recién pintado a la mañana siguiente a base de un superlativo ejemplo de humildad y dedicación por parte de esos hombres vestidos con chubasqueros de vivos colores, que no dejan de ser héroes, Ulises que sacuden palmo a palmo el polvo de las calles.
Les ocurría a los panaderos de mi infancia, y a los que trabajaban en fábricas cuyo ritmo de producción no frenada a lo largo de la madrugada, en apartados polígonos industriales, o a los camioneros que atravesaban la península en una época en la que los controles de seguridad por parte de los agente de tráfico no era tan meticulosos como lo puedan ser ahora. Entonces los conductores se jactaban de haber estado muchas horas al volante como si eso fuese un ejemplar símbolo del oficio que significara la consecución de un logro o la obtención de una condecoración gremial con la que amenizar la siempre fabulada cháchara entre colegas, como si jugarse la vida fuera motivo de un orgullo parecido al de los toreros o al de esos albañiles que se subían en un endeble andamio a muchos metros de altura haciendo gala de su desprotección como insignia de su valor. La noche ha tenido siempre su signo de unicidad, su patente de corso, su sello de lo exclusivo, la marca registrada y el código de barras del pararse a pensar, y por ella se deslizan multitud de detalles en cada una de las cosas que ocurren, por pequeñas que sean, arropadas en ese silencioso pergamino en el que escriben sus versos los brillantes ojos de los gatos y el vuelo de las lechuzas.
Vivir en una ciudad en la que la inseguridad no es un tópico es una ventaja porque le permite a uno iniciar el recorrido sin la anticipada barrera de la precaución a todas horas y particularmente de noche, y a ser posible de madrugada, cuando las calles se encuentran vacías y las farolas iluminan solo los rincones que permiten guiarse para no perderse a lo largo del itinerario. A pesar de la oscuridad de algunas calles, en Huelva es difícil que irrumpa la intuición de que algo peligroso nos puede estar esperando detrás de la esquina, aunque nunca se sabe. En el casco antiguo el brillo del pavimento recién regado y resbaladizo es el mayor de los peligros, por riesgo a dar de bruces en el suelo, pero la benevolencia e inocencia con la que siguen mirando los escaparates a las dos de la mañana es síntoma de que el tiempo a penas si conoce esas franjas que dividen los horarios en una parte comercial y en otra en la que la luna se esconde para no verle la cara a los ladrones que fustigan la tranquilidad de quienes descansan con un ojo abierto en otros lugares del planeta, cosa que hace pensar que la tregua puede ser violada en cualquier momento, por lo que ese misterio hace que esta desapercibida ciudad mire de manera especial al Robinson urbano de la noche y le deje a éste alguna de sus preguntas sin responder.

En Taxi Driver Robert de Niro esgrime su particular plan para acabar con la delincuencia propia del Bronx y las zonas bajas de Nueva york, y tras muchas jornadas transitando la noche de cabo a rabo en su desfasado y destartalado coche amarillo, pone en marcha un plan de acción con el fin de rescatar a una joven del barrizal en el que se encontraba metida, ese lodo en el que conviven las drogas y la prostitución, los chulos y la policía sobornada, los garitos de alterne y el olor a sudor y a faldas de skay y labios rojos con dentaduras melladas. Todo eso también le pertenece a la noche como a ninguna otra parte del día; en ella el tiempo obtiene otra textura, los corazones laten a ritmo distinto, la pausa y el suspense conviven con la tranquilidad que se pueda adivinar más allá de las ventanas y balcones tras los que presumiblemente la gente descansa, o no duerme por tener demasiada atascada la cabeza con el blues de la cuenta corriente. La noche es la jornada de reflexión previa a las elecciones que hayan de tomarse al día siguiente, y en un paseo a través de ella se pueden obtener las instantáneas de la soledad en estado puro, mientras todo reposa y las paredes aún no se explican el espectáculo que nuevamente será brindado con el sol. 

4 comentarios:

  1. Clochard:
    El espectáculo que ofrecen los ciudadanos es algo impagable para el que disfruta estudiando la fauna humana. Fauna madrugadora, fauna peligrosa, fauna nocturna, depredadora...
    Salu2 transeúntes.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Dyhego:

      Todo es espectáculo, de noche y de día, a todas horas, no cesa el mundo de emitir imágenes, formas, comportamientos.

      Salud.

      Eliminar
  2. Hay algo en la noche que la hace atractiva y atrayente,quizás el hecho de que;"por la noche todos los gatos son pardos".Un ¡ole! para esa gente que trabaja de noche,por que consumen doblemente su vida,literalmente,un estudio así lo demuestra.Y otro¡ole!para esa radio que proporciona compañía en esas horas en que la mayoría dormimos...
    Un abrazo noctan-gador!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La noche encierra un misterio sin igual, y el hecho de que todos los gatos sean pardos a esas horas hace que tengamos que recurrir a la imaginación para inventarles otros colores, que no es poca cosa. Disfruta de las noches, que también tienen los sueños bajo el refugio de las mantas.

      Mil abrazos.

      Eliminar