miércoles, 24 de abril de 2013

No decir imposible.






No hay nada que dé más pereza a un lector que enfrentarse a un texto que el día anterior dejó en una de esas partes en las que le resultaba difícil, por no decir imposible, sostener el atento ritmo de la comprensión, en la que se resistía la continuidad del paso de las páginas con esa natural y divina alegría con la que de una a otra transcurre el pensamiento casi adivinando, o presintiendo, lo que pueda venir después, volviéndose por contra una pesada obligación en la que acabar resignándose. Puede que sea por cansancio o por la impaciente desesperación de no sentirse, el lector, del todo como ese pez en el agua al que a todo aficionado le gusta parecerse una vez instalado en la briega de la concentración sobre un texto, o por asimetría con los pensamientos expuestos, o por falta de atrevimiento para subrayar aquello con lo que no se está de acuerdo, con lo que se aprende a respetar y a discutir, o por puro aburrimiento originado en la falta de formación que impide disfrutar hasta la última letra del libro que se nos esté intelectualmente atravesando en cuestión. Todo ello con la siempre encima y temible acechanza del abandono, que puede ser uno de los peores fantasmas de disuadir con el fin de salvaguardar la vanidad y la promesa de no rendirse antes de tiempo.
Es recomendable hacer un esfuerzo, armarse de valor frente a la desidia, que mezclada con la impotencia puede dar lugar a una letal aleación para las esperanzas de reanudación, y pensar que se puede más que ella, al menos para iniciarse en el ahora nuevo vocabulario, perteneciente a un diferente tipo de escritura que nunca antes habíamos abordado con un tan claro convencimiento de salir bien parados de la experiencia, y que tantos titubeos nos genera poniéndonos trabas en cada renglón, una vez que no es este el léxico que suele conformar el estilo de las obras que con más asiduidad elegimos, radicando precisamente en ello, en la sustancial diferencia de términos cual impracticada gimnasia con anterioridad, gran parte del pretendido progreso, de la nueva asignatura con la que se entretiene el autodidacta.
Digo todo esto porque me encuentro frente a un par de libros de carácter filosófico, de Javier Sádaba y Manuel Cruz, cuya redacción se sale de los parámetros más frecuentes para mi entendimiento, al menos en lo que a tensión del discurso y concatenación de ideas se refiere, haciendo que no pueda uno despistarse ni un instante y que haya que recurrir más a menudo de lo que se suele hacer, y ahora irremediablemente, al diccionario, para disponer de algunos conceptos claros, al menos en el plano meramente semántico, y porque he de reconocer que más de una vez ha pasado ya por mi cabeza la sombra del fantasma que tira la toalla, ese otro yo que te dice déjalo, que trato de contraatacar con el pretexto de que se trata de una materia poco frecuentada por mí hasta el momento, no habiendo ido hasta ahora mucho más allá de la clara, entretenida y didáctica prosa de Fernando Savater, o de los eventuales vistazos a Nietszche y Schopenhauer, con la debida cautela y evidente falta de trampolín que me ayude a lanzarme sobre las profundidades de la metafísica, de la que no dejo de salir de mi asombro y admiración cada vez que me imagino a esos tan desconocidos pensadores para la humanidad, cuyas obras constan de varios volúmenes de miles de páginas, en los que las ideas se encuentran tan apretadas como los diminutos dibujos en esos majestuosos tatuajes que ocupan cuerpos enteros.
Para un lector como yo, estas intromisiones, en terrenos en los que las cuestiones se suceden a cada paso, suponen en cierta manera un reto, porque se trata de ir un poco más lejos, como esos niños que se atreven a montar en bicicleta sin una de las minúsculas ruedas traseras que comenzaron a servirles de apoyo en los albores de su aprendizaje, dándole incluso pie a saltarse esa regla sagrada, que se adquiere con cierta experiencia, si es que alguna vez se llega a tener la suficiente, que nos viene a decir que no continuarás ninguna lectura en plan estoico, incurriendo en el perjudicial uso de la cabezonería, entre otras cosas porque existen miles de libros a la espera de ser leídos, pero que llegado el caso se convierte en una nueva posibilidad de llevarse puesta esa grata sensación de haber sido conquistado por un montón de dudas, que alientan la continuidad tanto de la lectura que se tiene entre manos como la de otras de la misma índole que puedan venir después.


4 comentarios:

  1. Clochard:
    En algunos casos he llegado hasta el final del libro y en otros casos lo he abandonado. En el primer caso me pregunto por qué fui tan masoquista. En el segundo, ¿me estaré perdiendo algo interesante?
    Tampoco hay que sacralizar la lectura. Quizás sean prejuicios pero los prejuicios con gusto, como los palos, no duelen.
    A veces me hablan de lo riquísimas que están las berenjenas fritas, pero me da igual. No pienso comerme ninguna...
    De todos modos, creo que un escritor debe hacerse entender si no, ¿para qué escribe o para qué publica? Una cosa es que yo sea más o menor lerdo o tenga más o menos vocabulario, y otra es que lo escrito no lo entienda ni dios.
    Salu2.

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    1. Dyhego:

      Pienso que cuando se incia la lectura sobre obras diferentes a las que se suelen leer hay que hacer un esfuerzo, que no viene mal para avanzar un poco.

      Está claro que el escritor ha de hacerse entender, de hecho en el terreno de la filosofía, tan temido por muchos lectores, Savater es un claro ejemplo de lo ameno que puede ser leerla.

      No hay que cerrarse en banda, a veces las berenjenas se pueden topar con una situación que puede llegar a hacer que sean amadas por quienes las detestan, quién sabe.

      Salud.

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  2. Querido Clochard,no se si seré capaz algún día de leer según que libros pero,gracias por las pistas que nos das,aprendo mucho por estos lares...Un abrazo de aprendiz de todo y de nada!!

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    1. A todos nos pasa un poco lo mismo con según que libros, es normal. Se trata de intentarlo, gajes de la afición. Así que ánimo y a por nuevas lecturas.

      Mil abrazos y felices lecturas, Amoristad.

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