viernes, 3 de mayo de 2013

El corazón de la poesía.







Existen muchas teorías en torno al nacimiento de las historias que se encuentran en las novelas, o a los mensajes lanzados por un poema. La literatura, ese contar emanado del talento de la memoria y la imaginación, a veces se topa en cualquier rincón con un motivo en el que inspirarse, un detalle al que sacarle punta para que surja un inesperado desenlace que alimente los nudos de la trama poniéndole la guinda al pastel que el lector cuece en su cabeza: lo que faltaba, lo que se andaba buscando y no se hallaba por ningún lado, por ningún lugar a pesar de estar frente a tus narices, como la vida misma. Tanto es así que ayer, junto al mostrador de la biblioteca central de Huelva en el que me disponía a devolver el ordenador portátil que por un par de horas me es prestado casi toda las tardes, vi cómo un grupo de hombres, cuya media de edad superaba con creces los sesenta, se dirigía hacia la sala en la que se suelen celebrar actos culturales tales como la presentación de un libro o la charla de algún escritor. Entonces pregunté, a las tres personas que se encontraban detrás del mostrador, que si sabían si aquello se trataba de la presentación de alguna obra, y les pedí que me informaran al respecto. Ninguna de ellas parecía estar muy segura, de hecho tampoco había ningún cartel informativo sobre el evento allá donde miraras. Hubo un sí, un no y un no sé, un creo que algo y un puede ser. No todo estaba perdido, aún había esperanzas. Después vino otro sí, otro no y otro no sé, y un he oído y un digo yo que será, hasta que se acercó un señor de casi ochenta años y me dijo: Sí, hay un recital de poesía, chaval, ven conmigo, vamos. Le seguí, fuimos juntos hasta la sala en cuestión, bajamos las escaleras e incluso nos presentamos el uno al otro por nuestro nombre; encantado, muchas gracias, encantado, venga, vamos.
Al llegar a la sala vimos cómo nos estaban esperando otras siete personas que junto a nosotros dos, los últimos en llegar, sumamos el total de esa inmensa minoría de nueve que durante hora y media, emocionadamente, disfrutó del recital de versos, del torrente de expresividad, de la revolución del lenguaje, de la palabra con el corazón en la boca de ese señor que me salvó del mar de dudas del mostrador de recepción, que resultó ser Ángel García López, premio nacional de poesía y premio Adonais, lo máximo en lírica a lo que se puede aspirar en este país, a parte del premio Cervantes que viene a ser el Nobel de la lengua castellana, galardón este último al que aspira desde hace años, según las quinielas barajadas por los veteranos allí presentes. Me impresionó la manera en la que, a lo largo de su breve presentación, nos dijo que desde que vio a Gerardo Diego recitar unos versos, cuando él tenía trece años, tuvo claro que se dedicaría en cuerpo y alma a la poesía. No menos conmovedor fue el agradecimiento a la vida por lo pródiga que con él había sido la fortuna al permitirle hacer lo que más le gustaba, sin haber dejado de escribir ni un solo día desde aquella fecha mágica en la que escuchó ensimismado la poesía de Gerardo Diego.
Durante el recital Ángel García entonó una voz que me recordó a la de Rafael Alberti, escuchada en unos documentales emitidos hace muchos años por Canal Sur televisión, esbozando el sonido de su palabra escrita con la latente emoción del pausado y melancólico protagonismo de cada sílaba, del certero encabalgamiento, de la coma ignorada, de la metáfora volando a sus anchas. Algo así fue lo sucedido ayer; uno tras otro salían de su garganta los versos, parecía estar sólo en una playa, ausente, perdido en el amplio horizonte de páginas de su propia obra; por momentos la pausa lo era todo, nos miraba y volvía al verso y tornaba a mirarnos como entusiasmándose hasta lo indecible con lo que él mismo había escrito hacía veinte, treinta o cuarenta años. Nos recordaba que aquello no lo recitaba él, que eran todos aquellos amigos suyos que, debido a las zancadillas, a la mala leche, a las trampas de la vida, a las envidias, a la escoria del pensamiento humano, no habían podido llegar donde quisieron y decidieron aparcar su pluma para siempre. Seguía, insistía en esos poemas cada vez con más fuerza y contundencia, como despidiéndose de la vida, de la que, según nos confesó, aun siendo muy optimista no pensaba que le quedara demasiado tiempo para la llegada de la definitiva partida; y parecía que quería hacerlo allí mismo porque sus lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, porque con su mano derecha se sujetó el corazón cuando se le comenzó a nublar la vista, provocando que los aplausos se extendieran tanto como esos que parecen interminables una vez finalizada una magistral pieza de ópera. Entonces, después de unos minutos en los que las palmas se confundían con las voces de ánimo y de admiración, aparecieron por allí, llamados por el ruido y por la furia de nuestra emoción, esos tres bibliotecarios a los que no supimos cómo decirles qué había pasado, quién era aquel señor ni cómo había ocurrido aquello. 

2 comentarios:

  1. Son momentos que, si no fuera por lo desgastada de la palabra, se podrían llamar "mágicos".
    Salu2.

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    1. Lo son, Dyhego, en íntima colaboración con las personas que los hacen posibles.

      Salud.

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