domingo, 19 de enero de 2014

El silencio de la inmensidad






Nunca sabemos hasta qué punto nos puede llegar a afectar algo sucedido hace años, uno de esos incidentes que pasaron sin que nos diésemos cuenta, a los que no llegamos a prestarle la merecida atención por la sencilla razón de que ni siquiera fuimos conscientes de que ocurrieran, porque nos encontrábamos en otro sitio y tal vez en otro tiempo, en otras cuestiones y cavilaciones, en otras obligaciones y horarios y rutinas, en otro mundo, a lo nuestro sin acordarnos ni reparar en cómo estarían aquéllos con los que tantas cosas compartimos antes de que cada uno de nosotros optase por un camino diferente; distantes, desinteresados, sin saberlo, exiliados del sufrimiento, ausentes, sin alcanzara a imaginar siquiera que algo que había estado muy cerca de nosotros desaparecería para siempre. 
Va uno por la vida, de un lado a otro, recorriendo días, pueblos, paisajes y ciudades, y a veces siente la necesidad de parar un poco, para recapitular y para darse realmente cuenta de dónde se encuentra, de qué es lo que ha hecho hasta el momento, de cuántas cosas prometidas no llegaron a buen puerto y cuántas otras superaron las expectativas, de todo y de nada al mismo tiempo porque inmediatamente queda uno suspendido en el silencio de la inmensidad que no es capaz de abrazar, sintiendo la necesidad de hacer como aquellos indios que de vez en cuando se internaban en un profundo proceso de meditación para que su cuerpo recuperase a su alma quedada atrás debido a la velocidad con la que en ocasiones se movían, a lo rápido que según ellos gastaban la vida. 
Algo así me pasa cuando vuelvo a mi pueblo tras un periodo de unos cuantos meses en los que aterrizo como quien acaba de salir de una cueva y comienza a observar las calles en busca de alguna diferencia, de algún signo de evolución, de aquello que haya cambiado con respecto a hace poco menos de un año, como quien busca en uno de esos duplicados dibujos que aparecen en la sección de pasatiempos de los diarios. Paseo y veo a personas que conozco de toda la vida, a otras mucho más jóvenes que yo de cuyo aspecto deduzco a qué familia pertenecen: chavales que tienen toda la pinta de ser los hijos de algún compañero de colegio. Sales, te encuentras con alguien que te estrecha la mano, con otros que te ofrecen un caluroso abrazo, hablas y comentas, te pones al día, y te dicen y te informan por aquí y por allá, estás empezando a ser gradualmente cada vez más forastero, y en el momento menos pensado se te viene el mundo encima porque alguien nombra lo innombrable y te enteras de que algo tan catastrófico como la muerte ha venido a llamar a la puerta de un ser por ti querido en esos días en los que comenzar a amar era la más ilusionante y llamativa experiencia que la vida te había regalado.

2 comentarios:

  1. Son los zarpazos de la vida, que te arañan cuando menos te lo esperas.
    Salu2, Clochard.

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    1. Eso es. A veces le da a uno un poco de miedo preguntar por qué ha ocurrido en el lugar al que hace mucho tiempo que no va.

      SALUD, Dyhego.

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