lunes, 20 de enero de 2014

Unos pocos metros cuadrados






Paseo por algunas de las calles del pueblo en el que nací, y se me ocurre que no estaría mal bautizarlas con otro nombre distinto del que tienen para ir tejiendo sobre ellas la tela de araña de la que pendan los hechos de mi humilde fantasía literaria, fundando en ellas un territorio idéntico y distinto al que conforman, invirtiendo en sus aceras el esfuerzo de la memoria para moldearlo a mi antojo sin desvirtuar lo más representativo: la parte de verdad que merece ser contada. Tengo la sensación de que con los recuerdos de lo sucedido en cuatro de estas esquinas sería suficiente para contar alguna historia. Atravieso zonas de reciente construcción que antes eran las lindes de la ciudad, en las que ahora se han levantado ristras de chalets adosados alargando el plano urbanístico, traspasando los márgenes del ultimo terreno al que se nos ocurría clandestinamente ir a escondernos durante la infancia para traviesamente investigar haciendo cualquier trastada. La ermita de san Juan de la Cruz se encuentra cerrada esta mañana, arropada por un silencio que solo es interrumpido por las señales acústicas del vocerío procedente de un cercano pabellón polideportivo. Veo casas en algunas de las cuales vivían mis amigos de otro tiempo, y me imagino la monotonía en su interior de la vida bajo las faldas de un brasero, el olor a cocido o al arroz de los domingos, la tele encendida y la luz gris de este día nublado entrando por la ventana de un pequeño patio que da a la sala de estar en la que se lleva a cabo casi la totalidad de la convivencia dentro del hogar. Más allá de estas calles de la parte baja del pueblo se puede ahora acceder a uno de esos conjuntos de nueva edificación que, casualmente y casi sin darte cuenta, te llevan a un lugar que hace muchos años estaba plagado de huertas y cuyo aspecto ahora es el típico del cúmulo de secuelas de la burbuja inmobiliaria, y justo al lado y como por sorpresa aparece la parte trasera del colegio en el que pasé los primeros ocho años de mi vida como estudiante. He llegado aquí sin proponérmelo, dejándome llevar, como si la brisa me hubiera empujado a continuar caminando, y al ver las ventanas de las aulas, la pista en la que jugábamos al fútbol, el porche por el que salíamos disparados hacia el recreo o hacia la calle después de las clases, la caldera de la calefacción, la casa del conserje, los jardines de la entrada, la mezcla de cal y ladrillos de las paredes exteriores y la inclinación del tejado, durante unos segundos he quedado hipnotizado por el conjunto y súbitamente me ha venido a la cabeza eso que dice Phillip Roth cuando asegura que todo lo que ha escrito, que no es poco, se encuentra en unos pocos metros cuadrados de su infancia.

4 comentarios:

  1. Esos ataques de nostalgia son tan buenos como peligrosos.
    Salu2, Clochard.

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    1. Si que son buenos, si, pero no había caído en el peligro que puedan encerrar; esperemos que se porten bien y que la nostalgia siga su dulce camino.

      SALUD, Dyhego

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  2. Unas descripciones brillantes. Todo, o casi todo se recuerda incluso mejor en la infancia. no creo que los ataques de nostalgia sena tan malos; muchas o algunas veces, nos inducen a inspirarnos...

    Un abrazo.

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    1. La infancia es el lugar en el que se guardan los más preciados tesoros de lo que somos, por la pureza con la que fueron vividos, por la sencillez y la transparencia con la que nos acercábamos a cada cosa nueva. Dichosos aquellos que conservan ese almacén bien amueblado.

      Un abrazo y SALUD.

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