martes, 3 de junio de 2014

En un lugar de Sevilla




Uno de los beneplácitos de los que gozo al vivir en Sevilla es el de hacerlo en el barrio de San Lorenzo. Además del espíritu religioso de sus vecinos, del pagano espíritu religioso que lleva a los ciudadanos de esta ciudad a no pisar una iglesia nada más que en contadas ocasiones a lo largo del año, uno se siente atraído por la fuerza del carácter de lo castizo, por la cotidianeidad con la que los vecinos hacen uso de su sentido de la hospitalidad a base de cálidas bienvenidas y de bromas con referencias chistosas a todo bicho viviente, a cada acontecer y a cada situación tras la que pueda esconderse el más mínimo auspicio de risa basada en una desbordante imaginación que pone la realidad al servicio de la creatividad. Al vivir aquí uno va poco a poco notando que es de aquí o que aspira a serlo. Esta zona, a pesar de encontrarse muy cerca del centro, no forma parte de él según los que han nacido en ella, y por eso cada vez que uno sale para dirigirse a un lugar ubicado tres manzanas más allá, Amor de Dios arriba, dice eso de voy al centro. Cada calle es el reflejo de lo que ha perdurado, cada esquina es sinónimo de autenticidad, cada balcón hace pensar a cerca de la historia de las vidas que se han vivido tras las paredes de un apartamento. Todo el mundo se conoce y los que vamos llegando vamos siendo objeto de comentarios, de aprobaciones y de supuestas vidas anteriores que han hecho que demos con nuestros hueso en la calle Pescadores, por poner un ejemplo. La Alameda de Hércules, que otrora fue refugio de los vampiros del proxenetismo y patria de los agrios licores de la madrugada, es hoy un ejemplo de cosmopolitismo ensamblado entre los destellos y las firmes pruebas de una cultura popular que hunde sus raíces en el flamenco y en la Semana Santa. En esta época del año es un encanto contemplar cualquier rincón a las horas en las que al sol le queda poco para ponerse; todo adquiere la tonalidad de un pastel cuyas sombras incitan al paseo y a la poesía, a la calma y a la tan necesitada templanza que desgraciadamente no es tónica dominante en nuestros días. Escribo esto desde el café Piola, que se encuentra en la parte de la Alameda más cercana a la calle Feria, en el que comencé a leer por primera vez El jinete polaco hace ahora seis años y al que he acudido con la sensación de estar en un sitio en el que literalmente me encuentro como en mi casa, en una de las mesas del fondo, como antes, escuchando algo parecido a un blues del que de vez en cuando parece que despierto cuando levanto la mirada del cuaderno. 

4 comentarios:

  1. El año pasado anduve por Sevilla y nos alojamos en la Alameda de Hércules. Me gustó mucho esa zona. Desde el apartamento se veía esa iglesia, creo que es ésa (habían crecido hierbas entre las piedra de la torre). Las lluvias y el poco tiempo nos impidieron disfrutar más de la ciudad.

    Salu2, Clochard.

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    1. Qué suerte tuvisteis de caer allí; cuánta vida hay y cómo se disfrutan los días aunque estén nublados, eso si, teniendo días de por medio, claro. En Sevilla hay mucha poesía.

      SALUD, Dyhego.

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  2. Que bonito es el color rojo de ese atardecer que nos trae viento del sur...
    Un abrazo lorenciano...!!

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    1. Aquí esos atardeceres tienen esa particular tonalidad de las cosas que son bellas cuanto más sencillas son, cuanto menos necesitan maquillarse, esas cosas que gozan de la naturalidad de su historia.

      Mil abrazos...¡¡¡

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