lunes, 16 de junio de 2014

Una tarde de domingo






Me encuentro en una zona conocida como la plaza chica de la sevillana Alameda de Hércules, tomando una cerveza en esta calurosa tarde de domingo que huele a desamparada siesta de frescor entrando por una de sus ventanas, a rutinario paseo de turistas buscando un velador cubierto, de esos en los que se espolvorea agua para atenuar los síntomas de la fatiga propinada por el bochorno. Veo a un señor dispuesto a comprar una entrada para una sesión en una de las salas de cine que milagrosamente resisten las embestidas de la crisis gracias a ciudadanos como éste, con su libro debajo del brazo en el interior de cuyas hojas se atisba la colocación de una especie de cartón con el que se las arregla para ir marcando la página en la que dejó su lectura, la página en la que dejó esa historia, el alma de cada uno de los personajes ficticios alojados en el remoto lugar de la imaginación de un escritor, ese comentario cargado de conocimiento, ese ir y venir de una isla a otra por el archipiélago de la sabiduría; casi se adivinan en él las ganas y el gusto por el subrayado, por la caza de ese tipo de fragmentos que no puede uno dejar pasar desapercibidos leyéndolos una sola vez, esa frase lúcida que da en el clavo y acaba siendo pasada a un cuaderno como estas líneas sobre el mío compartiendo sitio con las recogidas del Libro del desasosiego de Bernardo Souares, digamos que Pessoa. Veo a una serie de suizos celebrando un gol, medio beodos y satisfechos por el resultado de su equipo, reclinados en las sillas de la terraza en la que están disfrutando de la alegría y de la permisividad con la que se sirven en España las bebidas alcohólicas. Veo a un vagabundo con pinta de sonámbulo que a duras penas va arrastrando sus pies entre las mesas, rogando que se le dé una moneda para poder comer, instantes tras los que siempre aparece el desafortunado comentario del listo de turno que viene a decir que se lo acabará gastando todo en vino, ese desgraciado al que el resto nos encargamos de pisarle el orgullo, de apuntalar su dignidad a base de unos cuantos céntimos que parecen pesarnos demasiado o incomodarnos a la hora de sacar los billetes de la cartera. Veo a un par de camareros que aprovechan un momento para fumar en la esquina, dándole largas caladas a sus cigarrillos, atiborrando sus pulmones de un humo negro con cuya ingesta parecen sentir el alivio del descanso del guerrero. Veo a una joven y guapa muchacha que entona Hotel California con desenvoltura y fragilidad sostenida de terciopelo, con la suavidad de quien disfruta con un instrumento en sus manos como si de un ser vivo se tratara, tocando su guitarra como si mantuviera a un bebé en los brazos, haciendo de ella que se transforme en ese pozo del que emana, como decía Juan Ramón, música en vez de agua. Justo cuando acaba la bella joven abstraída por los Eagles, y mientras pasa un sombrero de fieltro entre quienes se encuentran en la terraza del Realito, un hombre con aspecto de gitano, moreno, desaliñado y corpulento, dicen que un húngaro, otros que un rumano, toca su acordeón improvisando melodías que hacen que pasen los minutos y esa música no se acabe. Lo que si se acaba es esta tarde de domingo que no pasó de melancólica visión del mundo, encerrada en una larga noche en la que se despertará uno empapado en sudor y con ganas de que llegue la mañana para verle la luz a un nuevo día con más presencia de un realismo transparente y no agotado en la nostalgia, en los susurros de los versos menos dados al colorismo. Perdón por la tristeza. Mañana será otro día. 

2 comentarios:

  1. El texto me gusta doblemente: por la capacidad de observación que tienes y porque reconozco el lugar que describes. ¡Es como si estuviese ahora mismo allí!
    Salu2 hercúleos.

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    1. Es un interesante lugar de Sevilla, sin duda, con mucha tela que cortar, con mucha poesía, en definitiva con mucha vida latente en el gesto de los que pasan por aquí.

      SALUD, Dyhego.

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