sábado, 21 de febrero de 2015

A un buen lugar


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Esta mañana el preludio de un día frío y húmedo parecía ineludible después de una madrugada en la que el soniquete cantarín de algunas gotas de lluvia se escuchaba desde la cama al repiquetear sobre los cristales. A eso del medio día el color del cielo se ha ido clareando dando paso a esa sustanciosa propiedad de vida plena que la luz tiene en Sevilla. Mientras yo trabajaba la gente salía de su casa para aprovechar la mejoría dando un paseo por el centro de la ciudad. Por la tarde una multitudinaria reunión de sudamericanos se ha dado cita en la Plaza Nueva para la conmemoración de algo que desconozco, que he tratado de imaginar viendo a esas personas de tez morena y gorros como hongos bailar, sonreír y entonar alguna de las populares cantinelas de aquellas tierras que dejaron atrás. Cuando uno ve a alguien que viene desde muy lejos y se queda a vivir aquí siente la curiosidad de saber cómo nos verá, con cuántas complicaciones se habrá encontrado, qué soñará, cuánto tiempo hace que no visita a sus familiares, si le irá bien o mal o si se atreverá a ponerle las peras al cuarto a uno de esos que confunden patriotismo con nacionalismo. En las ciudades cosmopolitas no deja de existir una gasa de costumbres adquiridas que lo envuelve todo. Parece como si la ciudad por sí misma impusiera sus reglas para que el transcurso de la convivencia no dejara de ser de una determinada manera. Hay cascos antiguos que tienen un carácter tan fuerte que parece que en los muros de sus edificios se encontrara escrito el código deontológico que es necesario ejercer para pasear por ellos. El barrio de Santa Cruz impregna al visitante de un sosiego sin el cual sería inconcebible el ritmo de la lenta caminata entre sus estrechos callejones. En la Alfalfa hay algo de pequeño pueblo al que acaban yendo a parar vecinos de todas las procedencias, sobre todo españoles, que pronto se encuentran con el bar de la esquina, con la tienda de abajo, con el quiosco de la plaza, con el estanco y el reglamentario supermercado, con las cosas comunes de la vida lo suficientemente a mano como para que les de tiempo a salir al balcón a echar un cigarrillo y comprobar a lo que sabe la dulce monotonía a la que se refería Antonio Machado. Esta mañana yo trabajaba e imaginaba lo que sucedía afuera por la cara con la que al restaurante iban llegando los clientes, y por el reflejo del sol en los tejados y las paredes de los bloques más cercanos que se ven desde el comedor. Hoy he tenido la sensación de que no hay nada como compartir lo que no se ha disfrutado pero se está dispuesto a descubrir en el bienestar de quienes lo acaban de gozar, como quien se sube a un tren en marcha con destino a un buen lugar.

4 comentarios:

  1. Yo he disfrutado momentos,he visto paisajes,he caminado por calles que jamás pisé y aún así disfrute como si fuera en primera persona.La imaginación nos hace vivir la vida en su esencia más auténticamente nuestra...La verdad puede esperar.
    Un abrazo imaginado!!

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    1. A me suele pasar con la gente extranjera que me cuenta lo que disfruta en Sevilla.

      Mil abrazos.

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  2. Siempre está bien disfrutar de las fiestas ajenas.
    Salu2, Clochard.

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    1. La alegría compartida se convierte en algo más grande, desde luego.

      Salud, Dyhego.

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