lunes, 21 de septiembre de 2015

Mudar la piel


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Todo inicio encierra un nuevo mundo, un campo abierto al descubrimiento de todo eso que aún no se sabe a cerca de algo, sobre un hogar a la espera de que en él se habite viviendo con gratitud la existencia, sobre lo que rodea al entorno en el que se desarrollará tu vida durante los próximos meses. Cuando uno cambia de casa va llenando las maletas con los recuerdos de lo que el paso del tiempo ha ido dejando en el archivo de la buena memoria, de la memoria selectiva de los otoños y los inviernos de grata lectura hasta las tantas, de las mañanas radiantes en una terraza desde la que se escuchaban los acordes de los alumnos de un conservatorio, de los vecinos que fueron llegando y marchándose casi al mismo tiempo que se cruzaban con sus antecesores por las escaleras, en esta época en la que se ha puesto de moda lo efímero, en la que ha dejado de ser noticia lo sucedido hace diez minutos. Todo comienzo tiene un halo de inocencia, un matiz de nostalgia hacía el futuro, una predisposición hacia los planes y los proyectos; un puzzle que habrá que ir componiendo, unos libros de los que se extraerán las eléctricas descargas de la inteligencia, un pintura que se irá completando a medida que los ojos se claven en los diferentes puntos de fuga de la naif imagen diseñada en el cerebro, pinceladas de témpera que dibujen botellas, enseres que pueblen huecos a la espera de bodegones armados con materiales reciclados, ventanas por las que ya ve entrando la luz de estos días de finales de septiembre desde un patio con plantas y con sillas de madera, con azulejos y baldosas en cuyas juntas se acumula el musgo de los años pasados desde el siglo XIX; la macetas recién conocidas, la exploración de los nuevos rincones, las cerraduras a las que ir acostumbrándose, los nuevos ruidos y sonidos que irán haciéndose familiares a medida que el oído vaya identificando cada señal externa, los tics de los electrodomésticos, los pomos sobre los que se posaron muchas y diferentes desconocidas manos antes que las nuestras; la dulce monotonía de Machado cuando lleguen esos días de lluvia en los que no haya casi nada mejor que hacer que volcarse en las labores del alma dentro de cuatro paredes, el horizonte sin mando a distancia, el calor del cobijo para el descanso del guerrero. A un lado la Plaza de San Lorenzo, al otro la Alameda de Hércules, y allá a su frente la casa donde nació Gustavo Adolfo Becquer. Cuando uno pega en el buzón del correo un papel con su nombre se siente habitante de un lugar en la tierra, de un hueco que le pertenecerá tanto como su carné de identidad. La suma de las ciudades en las que uno ha ido viviendo se concentra en algo que da como resultado una nueva adaptación a unos cuantos metros cuadrados en los que ir dejando constancia de las habilidades domésticas aprendidas en el camino. Cada una de las perchas que son colgadas en el nuevo armario ropero anticipan la fragmentación de movimientos en los que irá consistiendo hacer de este apartamento un lugar en el que vestirse y desnudarse con la sensación de renovación necesaria como para que uno pueda sentirse libre y a sus anchas en su propia casa. A veces cambiar de sitio es como mudar la piel.

4 comentarios:

  1. No se llama mudanza por nada...
    Lo bueno también en esos casos, es todo aquello de lo que nos desprendimos e íbamos acumulando muy bien sin saber el porqué

    Saludos.

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    1. Como si las cosas se fuesen juntando unas con otras, atraídas unas por otras.

      Salud, Zarzamora.

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  2. ¡Da tanta pereza mudarse! Se me pondrían los pelos de punta si tuviese que hacer una mudanza. ¡Y pensar que hay gente que disfruta con ello!

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    1. Yo he disfrutado, estoy de hecho disfrutando, mucho. Es como pintar un cuadro.

      Salud, Dyhego.

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