martes, 10 de enero de 2017

Dos puntos


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Una vez pasada la Navidad, con su connatural carga de trabajo en los gajes de mi oficio, con sus reuniones familiares y sus comidas de empresa, con sus turrones y sus roscones y sus botellas de Champán y con el maratón de sus horarios soldados a la dinámica del servicio, recoge uno el regalo de la tranquilidad del tiempo libre como uno de los obsequios más preciados, en esta mañana de sol templado y sombras de frío polar, de paseos en cuyo itinerario siempre hay un hueco para una parada en la librería de turno a la que me dirijo con el instinto de un cazador, de contemplaciones a un presente dichoso en el que hay pan para hoy y en el que en la estación de las dudas muere un tren cercanías. Recapitulo lo sucedido en las últimas dos semanas y la unión de los puntos a los que Steve Jobs se refiere en uno de sus más brillantes discursos, cuyo fruto ha sido el inesperado encuentro con la belleza, posibilita que la comisura de mis labios se estire hasta la mágica formación del geométrico dibujo de una sonrisa, de esa parábola que deja la ventana abierta a la teoría de las distancias más cortas, y cuando alguien me pregunta qué me pasa no sé que contestar. Se para uno a pensar en las cosas que le ocurren y al unísono se le vienen a la cabeza otras tantas, ni más ni menos que las mismas, que no le hubieran sucedido de no haber sido por esa curiosa combinación de pequeños acontecimientos que configuran la ecuación en la que las casualidades y las decisiones menos comunes han trazado la cuadratura del círculo, los puntos suspensivos a través de los cuales se extiende el sendero de lo hermoso, el equilibrio entre el desgaste y la recompensa, la lección que nos otorga la paciencia, la vida sin previo guión establecido, la eterna esperanza en que las cosas van a salir bien, lo que uno lleva dentro de lo que le quedó de las lecturas de Benedetti. Uno puede haber ido a Dublín y a Mallorca, a Sant Celoni o a Lladó, a Roses o a Figueres, a Murcia y a Moralzarzal, a Huesca y a Alicante, a Marbella, Madrid y San Sebastian, haciendo alto en Villaverde de Pontones y quedándose helado con las nieves de Caleao; uno puede haber descorchado los mejores reservas, quién lo iba a a decir, en un restaurante de Huelva, haber ido y venido a Sevilla con esa sensación de que llegaría el día en el que uno sería de aquí y de ningún otro lado más y que me perdone Unamuno, fugitivo, extraviado y nuevamente encontrado, haberse introducido en el camarote de un barco o haber reposado su cuerpo en los sillones de innumerables trenes que viajaban de noche atravesando España con novelas que se quedaban dormidas en el regazo, con frases subrayadas, con puntos de lectura construidos con los papeles de la recurrencia de lo que más a mano se tiene; uno puede haber hecho autostop y haber conducido al volante durante horas y horas equivocándose de carreteras, tomando cruces en los que no siempre se encontraba la salida deseada, siguiendo la huella de la intuición, haciéndole caso al instinto de supervivencia; uno puede haber montado en bicicleta y en patinete, en globo y en helicóptero, en ascensores hacia el cielo de una azotea; y todo eso es lo que ha ido siendo y haciendo uno sin saber que precisamente todo eso sería necesario para que llegara la madrugada en la que tomaría la decisión de no dirigirse a un aeropuerto en el que una hora y media más tarde por los altavoces se escucharía un nombre avisando de que la puerta de embarque estaba a punto de cerrarse, porque tras el desierto de esa madrugada estaba esperando el descanso dominical de un respiro con aroma a placer y a bienestar, a estima y a conversación, a versos y a susurros acoplados a esa sonrisa tan parecida a un milagro transformada en la distancia más corta entre dos personas.

2 comentarios:

  1. Benditos recuerdos y benditas lecturas que nos hacen seguir vivos y esperanzados, Clochard.
    Salu2 sonrientes.

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    1. Benditos puntos aquellos que se unen y gozan de la libertad de la armonía.

      Salud, Dyhego.

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