martes, 18 de julio de 2017

Lo que tenga que ser


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Se pone uno a escribir con la seguridad/inseguridad de quien no sabe aún lo que saldrá de sus pensamientos impulsado como por una de esas tendencias parecidas a un vicio. Se pone uno a escribir por entrar en conversación con Doña Necesidad, por escuchar el soniquete de las teclas, por el gusto de darle forma a las visiones callejeras y a los pensamientos caminados que han ido dejando su rastro en la Moleskine roja de mis nunca imaginados días en contacto con eso a lo que no sé cómo nombrar, esa libreta en la que una dedicatoria es el sello con el que se inaugura la premonición de que, por hache o por be, serán rellenadas todas sus hojas con destellos de puño y letra, con tangos de adoquín y flor de asfalto, con sustancias líquidas y sólidas del germen del infarto de La Ciudad. A lo largo de los últimos años he ido acumulando cuadernos algunos de ellos apenas estrenados con unas cuantas frases, con ese tipo de anotaciones que representan el diagnóstico de un instante, la anatomía de una disertación, el lívido aire de un verso. Es curioso comprobar cómo en mitad de un día gris el hecho de disponerse al acto de la escritura hace que se despoje la ropa del tufo del fracaso, que la ansiedad lo sea menos, que momentáneamente se exilie uno a los cielos menos negros que el tizón del suelo de la realidad. La república feliz del cuarto propio de Virginia Woolf es el rincón del mundo bajo cuyo techo se cobijan aquellos que tienen la manía de no querer despertar del sueño de llamarse Peter Pan, Robinson, Dorian Grey. Insisto, siempre escribe uno sobre lo mismo, y tal vez sea de esa perseverancia de la que salen a relucir, mediante algo muy parecido a la escritura automática, las más diversas opiniones y fragmentos escondidos en el subconsciente una vez que han pasado por el tamiz de la ignorancia antes de desembocar en la contemplación sobre el papel. Cada huella del presente, ya sea la quemadura que, fruto del despiste, acaba de hacer un cigarrillo sobre la madera, ya sea lo que le viene a uno a la cabeza mientras tiende la ropa, ya sea lo que se piensa y se le olvida y se recupera como por el arte de la magia de los cajones mentales de Murakami, acaba formando parte de la familia de lo escrito, y todo ello junto se me antoja que es como la punta del iceberg de lo desconocido sobre lo que uno es y aún no ha declarado, escrito, transformado en prosa o en verso o en un escueto artículo sin más pretensiones que las de escribir, repito, por vicio y con la esperanza puesta en que alguien, además de ese yo que tantas veces anda sin mí, lo lea, a la buena de dios/Dios por estos mundos de calzones roídos y de agujereadas camisetas por las polillas de las metáforas que nunca se me ocurren. En esta tarde que no arde, en este martes que anda dando lástima por los rincones, no hay nada como dejarse llevar por el instinto de la voz interior al amparo de lo que dé de sí el canto del ruiseñor que le empuja a uno, sin saber ni cómo ni a dónde ni por qué, a seguir en la brecha de lo que venga, de lo que tenga que ser.

2 comentarios:

  1. He escuchado muchas veces ese consejo: escribir, escribir lo que sea, aunque acabe en la papelera física o en la cibernética. Es una forma de conocerse, de aclarar las ideas o de exorcizar los demonios interiores.
    Por otro lado, todas esas notas escritas en tus cuadernos te podrán servir cuando des forma a esa novela que tienes en la cabeza.
    ¡Ánimo!

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    1. Gracias por lo ánimos, Dyhego. Es cierto, hay que escribir, la cuestión es escribir y sentirse bien haciéndolo.

      Salud.

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