jueves, 5 de abril de 2018

Fiscalización


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La otra tarde me sucedió algo singular, al menos para mí, que voy siempre embelesado y todo me sabe a rancio a partir del momento en el que no dejo de salir de mi asombro cuando compruebo la falta de escrúpulos modernos. Entré en el centro comercial del centro de La Ciudad, ese sitio ocupado por lo que otrora fuese un monumental palacio que fue derribado, con menos escrúpulos todavía por las ansías del álgebra comercial. Tras haber contemplado, con la ilusión con la que los niños huelen los lápices y los cuadernos a principio de curso, la estantería en la que se encuentran las cartulinas y haber elegido unas cuantas, me dispuse a pagar y entonces, tras haberlo hecho se me pidió que por favor dejase allí, sobre el mismo datáfono en el que justo antes había introducido mi tarjeta de descrédito, mi impresión al respecto del trato recibido. Así, al instante, para que no se escape nadie, para que todo el mundo sepa lo mal o lo bien que lo hacen los trabajadores que ya no tienen bastante con ir cada día a cumplir con su obligación. Se le da a uno la opción de elegir entre una serie de símbolos en forma de caras que van desde una amplia sonrisa hasta un patético gesto de enfado. Lo absurdo del asunto rinde honor a eso, a lo ab surdum, a la no escucha, a la no preocupación por parte de los directivos desentendiéndose de cómo se puedan encontrar los empleados, eximiéndose de ver si tienen algún problema para poder ayudarles, para tratar en definitiva de construir un equipo en el que el cliente pueda ver reflejada la esperanza de que no todo el monte es orégano, que es a lo que nos están conduciendo las recalcitrantes puestas en escena de terror de los telediarios y en ese plan. Digo yo que sería bueno que esa fiscalización se hiciese también de puertas para dentro, o sea que se le pudiera dar la posibilidad a cada uno de los empleados de opinar libremente sobre su salario y su horario, sobre sus incentivos y el modo de actuar de sus jefes, sobre las ideas que a cada cual se le ocurran para llevar a cabo su labor de una forma más creativa; pero eso es más raro que aquel verano que no dejó de nevar, además de una locura. Lo cierto es que le dan a uno ganas de llorar de impotencia ante el vendaval de sinrazones y la amalgama de falta de sensibilidad para con las personas, de las que solo se espera que oigan, vean y callen, que trabajen y no se quejen. La falta de libertad actual es aterradora, es descomunal la encerrona, la manipulación, la subliminal amenaza con la que estos sinvergüenzas nos están acorralando. Qué de sinrazón.

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