viernes, 6 de abril de 2018

Los surcos de la naturaleza


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La literatura escrita durante la juventud goza de la frescura de lo fiel a la naturaleza humana, de la sinceridad y del ímpetu por expresarse sin temor a equivocarse guiando las frases por lo que al autor le sale del alma. No hay nada más que leer los poemas de Pablo Neruda en sus Cuadernos de Temuco para darse uno cuenta de la facilidad con la que el lápiz se deslizaba durante sus clases de química y en sus paseos por las zonas verdes más cercanas al corazón, en aquel instituto en el que Neftalí Reyes hacía suyo el lenguaje de la sensibilidad. Fernando Pessoa afirma en el Libro del desasosiego, mientras siente el miedo y la indefensión de no contentarse nunca con lo que escribe, que lo mejor de su escritura está en su adolescencia, como desconociendo nada que haya sido más perfecto en sus papeles que aquellos primeros versos en los que encuentra la más pura autenticidad de quien sólo supo ser él en sus posteriores más de setenta heterónimos. Es difícil hacerse una idea de cómo tanto Carmen Laforet como Carson MCcullers llegaron a tan altas cotas de originalidad y desenvoltura literaria con poco más de veinte años; en la archiconocida Nada de la primera se siente el latido a flor de piel de la instantánea descriptiva de un ambiente muy marcado en una época en la que una mujer apenas podía decir lo que pensaba más allá de las férreas fronteras de lo que se suponía que tenía que hacer y decir, y en los relatos bajo el título de La balada del café triste de la segunda encontramos siempre el gozo del final abierto, esa característica de los buenos textos que hacen que el lector acabe siendo uno de los más importantes protagonistas. La frescura de la juventud, la virginidad de los instintos poéticos de la palabra y la contemplación que comienza a aprender a sorprenderse de todo, son la verdadera metafísica del arte que no se abandonará en toda la vida. Los poemas en prosa que Juan Ramón Jiménez escribió entre 1901 y 1913 bajo el título de Baladas para después son el anticipo de su majestuosidad sensitiva, la puesta en marcha de un tipo de dicción que más tarde nos regalaría Platero y yo y una colosal obra siempre arropada bajo el designio de lo sublime, de la inmensidad de lo pequeño, de la grandeza de lo cotidiano. Indagar en los momentos incipientes de algunos autores nos depara la sorpresa de la más fiel de las consignas literarias: la de la transparencia con la que el agua se deja llevar por los surcos de su naturaleza.

2 comentarios:

  1. Tienes toda la razón. Cuánta belleza podemos crear sacando lo mejor de nosotros a través de la escritura. Saludos.

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    1. En la escritura de la juventud se encuentran las coordenadas de la escritura que nos acompañará toda la vida.

      Saludos.

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