lunes, 7 de mayo de 2018

Es caprichoso el azar


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Los misteriosos mecanismos del azar nos acercan a la posibilidad de lo improbable, a la realidad de lo que se va escribiendo en el libro de nuestras andanzas, en esa novela que según Galdós todos llevamos a cuestas. De manera fortuita se puede encontrar uno tanto en un entuerto como en una dicha, en un atasco como en la providencial salida de un engorro. La vida se nos presenta así como un lienzo en blanco en que se van posando las pinceladas del impresionista cuadro de la existencia en forma de chamba y de chiripa. La búsqueda y el encuentro, la casualidad, lo inesperado; el hilo de Ariadna y los garbanzos de pulgarcito parecen haber sido puestos ahí por un ente que caprichosamente dirigiera cuanto nos ocurre, y en nuestro dejarnos llevar muchas veces se encuentra el engranaje de lo que se va poniendo en su sitio unas veces con pena y otras con gloria, unas veces con asombro y otras con entusiasmo, unas veces con incertidumbre y otras con cautela, con miedo y emoción, con sensatez y disparate. A las lecturas que más nos cautivan les pasa lo que a ese animal callejero que nos elige y se viene a vivir con nosotros, son ellas las que nos encuentran y no sabemos ni por qué. Recuerdo haber dado con un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, en un puesto ambulante de la Gran Plaza de La Ciudad, formando parte de un montón de libros que habían llegado allí gracias a la generosidad de personas que querían desprenderse de ellos, permitiendo así que el itinerante vendedor se ganase la vida a base de sorprendentes precios de saldo. Gracias al fervor con el que mi amigo Gastón me recomendó a Álvaro Mutis accedí al poeta y novelista colombiano, deleitándome con las aventuras y desventuras de Maqroll el Gaviero; eso si, no no haber sido por aquel casual encuentro en una biblioteca, después de mucho tiempo sin vernos, aquella tarde hubiera optado por otra novela o incluso por otro género. Los puntos de partida de las mejores experiencias literarias están atados a la magia del encuentro, como si hubiésemos llegado a The Turtles buscando a Los Beatles. La primera vez que leí Ardor guerrero lo hice de una sentada en una sala de estudio del barrio de El Carmen de Murcia, muchos años después de ser reiteradamente aconsejado por mi hermano mayor a no hacer la mili, y al salir a la calle tras haberme deleitado con ese extraordinario libro me encontré con que el edificio que tenía justamente delante era el antiguo cuartel de artillería en el que mi hermano había pasado su periodo de instrucción militar, precisamente el lugar desde el que regresaba de permiso al pueblo para hablarme de todo lo que yo acababa de descubrir en esa lectura que parecía llevar veinte años esperándome allí y no en otro lugar que no fuera ese. En otra ocasión fue el instinto explorador de la ignorancia el que me impulsó a decantarme por un ejemplar de ensayo literario de Harold Bloom, nombre que me sonaba tan raro que a penas podía yo alcanzar a vislumbrar la importancia de dicho autor, de forma que aprendí mucho pensando que acababa de descubrir el Mediterráneo, cuando lo que tenía en mis manos era un regalo con el que el azar me ayudó a desentrañar algunas de las claves de la narrativa. Ayer, mientras paseaba por La Alameda de La Ciudad, volví a echarle un vistazo a las obras que por la simbólica cantidad de un euro se pueden comprar en su quiosco y, con esa mezcla de dejadez y de adanismo de la lupa de la holgazanería, me topé con una edición bilingüe, en español y en francés, de Juego y teoría del duende de Federico García Lorca, radiante y perfectamente conservada, casi escondida, a la espera de la fortuna del encuentro.


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