sábado, 16 de febrero de 2013

Doscientas palabras.







Una de las cosas que más me gusta de la lectura es la aparición de vocablos cuyo significado desconozco. La mera pronunciación o el recuerdo de haberlos leído o escuchado anteriormente familiarizan al lector con esa eterna promesa de dedicarse de tanto en tanto unos minutos diarios frente al diccionario, frente al cementerio de palabras, apelativo con el que fue bautizado uno de éstos que había en mi casa cuando yo era adolescente. Aquel ejemplar estaba sobre una estantería en la que entre otros se encontraban El invierno en Lisboa, Los Santos Inocentes, La familia de Pascual Duarte, Los cipreses creen en dios, Papillon o El expresso de media noche, tatuado con este término, cementerio, sobre uno de sus lomos por mi hermana para dar a entender que allí descansaban las palabras en tanto que nadie iba a consultarlo y a sacarlas del pacífico cautiverio de aquella fuente de sabiduría forrada de papel rojo.
A veces por pereza y otras por olvido o descuido, o por entusiasmo en otras facetas de la parte lúdica reservada para que la vida consista en todo lo contrario a un valle de lágrimas, uno se despista demasiado en estas labores y deja a un lado las esporádicas miradas al diccionario, y cuando vuelve a ser presa de la duda por la presencia de nuevas palabras de las que no deduce nada en el contexto en el que se encuentran escritas se vuelve a echar en falta ese rato que hubiera servido para avanzar en el aprendizaje y para ahondar más en lo que cuentan los libros, a los que el autodidacta le dedica siempre su atrevida e inocente atención, disfrutando mas de esos momentos en los que se acaba envidiando de manera sana a los alumnos que en el aula de una facultad escuchan la magistral lección de un profesor.

Coger uno de esos volúmenes en los que se encierran todos los códigos que forman parte de una lengua es enfrentarse a un tesoro regalado en el que están depositados los misterios de la semántica en estado puro, delante de tus ojos, abarcando con miles de términos una selva de letras en la que todo tiene sentido, en la que se respira hondo cuando se descubre aquello que hacía mucho tiempo que no se comprendía y que ahora sirve para entender a qué se refería ese verso y por qué ese vocablo se encontraba ahí y no en otro lado, como un dardo que da en la diana y nos permite atribuirle mas cualidades al mundo.
Se me suele olvidar muy rápido lo aprendido en este tipo de ejercicios en los que se pasan las hojas a la velocidad del recuerdo del abecedario, hasta que los ojos se clavan en el objetivo marcado, pero disfruto de esto tanto como para arrepentirme al instante de no hacerlo más asiduamente, porque la lengua resulta de un estudio tan apasionante como inabarcable, por no hablar de la etimología, ciencia en la que las raíces de la procedencia de los vocablos, el origen de sus significados, profundizan hasta lo más recóndito del árbol de un idioma, de las voces que originaron la designación concreta para mencionar eso a lo que ahora hemos decidido cambiarle el nombre o a cuyo acento se nos antoja regatear a las primeras de cambio.
Dice mi amigo Miguel Vallecillos que la mayoría de las personas nos manejamos con no más de doscientas palabras, que ese es el cómputo global de nuestra artillería expresiva para decirlo todo. A pesar de no estar contrastado este dato con ningún departamento de estadística ni informe de academia que se precie, ni del que yo tenga el más mínimo conocimiento, y sin dejar de ser algo exagerado, no debe de andar muy lejos de la realidad. Frecuentemente recurrimos a las mismas expresiones e incluso con algunas de ellas intentamos decir diferentes cosas, como si fueran multiusos lingüísticos, y usamos muchas palabras inventadas, nacidas bajo la onomatopéyica inspiración del fin para el que han sido creados los objetos a los que se refieren o mediante tres sílabas juntas con las que un utensilio se vincula a los quehaceres cotidianos que le son encomendados, pasando a formar parte de una jerga callejera y de uso común con la que parece que nos sentimos más cómodos. De hecho hay lugares que gozan de una buena reputación, sembrada en su habilidad para crear vocablos pertenecientes a la idiosincrasia del entorno en el que se encuentran, que les hace ser el paradigma del pintoresquismo y la originalidad oral, como es el caso de Cádiz, sitio en el que cualquier objeto pasa a tener otro nombre, de la bahía para adentro, y en el que una frase dicha a la velocidad con la que se cortan las palabras en el sur puede llegar a ser ininteligible, por la gracia de la voz.
Primero fueron las voces sorda del pensamiento y sonora del pronunciamiento, el sonido en modo fricativo, oclusivo, nasal, africado, espirante, vibrante o lateral: la manera en la que el aire pasó por la boca en ese primer encuentro con pretensiones de querer decir esto es esto y no lo otro, que indicaba, a la par que se señalaba algo con el dedo, el objeto al que le era dedicado el decibelio salido de la garganta para etiquetarlo sonoramente; y antes de ésta, de la voz, el pensamiento, claro, pero después, después vino la palabra escrita, el milagro de la lectura y su comprensión, la contemplación de los signos, la creación de los abecedarios, silabarios y alfabetos. Recordemos que en la época de Hammurabi, aproximadamente sobre el 1700 a.c., de la que procede el primer corpus legal escrito del que tengamos constancia, a la escritura se le atribuían cualidades mágicas: por eso la reproducción del famoso código jurídico causaba tan inapelable respeto. Y desde ahí, o desde que fuese empuñada la primera herramienta con la que se surcó la primera piedra sobre la que se dejó la huella de unos signos que decían algo, hasta lo que han dado de sí los principales troncos lingüísticos de los que derivan los idiomas y dialectos con los que hoy la comunicación corre por el mundo, el mar en el que nadan las palabras da muestras de la imperiosa necesidad del hombre por llamar a las cosas por su nombre, de la magnificencia del lenguaje y la palabra.
No me gusta escuchar a mis vecinos o compañeros decir que a los políticos o a algunas de las personas que salen en la tele no hay quien los entienda. Al decir esto se lleva parte de razón porque el eufemismo y las falsas y mal encauzadas metáforas se encuentran a la orden del día con el objeto de tomar por tonta a una ciudadanía a la que conviene mantener relativamente poco cultivada para que el hurto cometido sobre ella sea ejecutado con perspicacia de guante blanco, pero es triste que así sea y que no cunda la voluntad de darle a la lengua la importancia que se merece, que no cultivemos el hábito de crecer en este aspecto de una manera más firme. Resulta desesperanzadora la manera en la que es utilizada la palabra en las nuevas tecnologías, forma con la que se corre el riesgo de acabar en algo parecido a lo que les sucede a algunos niños americanos cuando dicen creer que los pollos vienen del supermercado, no parándose a pensar siquiera en la posibilidad de que esos animales sean producto de la naturaleza del reino animal; es decir, que existe el riesgo de que vayamos perdiendo paulatinamente la perspectiva y el norte de la sintaxis, la fonética, la ortografía y la gramática hasta acabar convencidos de todo lo contrario, por comodidad y desinterés, por desatención y desapego a algo inherente a nuestra condición de humanos: la comunicación, la palabra, el verbo, la expresión, el querer decir y saber cómo decirlo.
Tampoco es muy de recibo la frecuente comprobación del mal uso del lenguaje de la que podemos ser testigos mediante la radio o la televisión, en intervenciones realizadas en el congreso de los diputados o en el senado, en las que se demuestra que no dista demasiado de un deficiente conocimiento del español correctamente hablado, o que sucedan cosas tan graves como que quienes se encuentran al frente del ministerio de cultura no actúen para paliar estas deficiencias y solo se ocupen de instaurar una reforma educativa de claro signo partidista y condicionamiento social. Pero en fin, hoy quería escribir sobre las palabras que busco en el diccionario y sobre la maravillosa posibilidad de disponer de voz para pronunciarlas, aunque a penas superen las doscientas, de modo que terminaré acordándome de un memorable momento de El coloquio de los perros de Cervantes en el que un perro le pregunta al otro que por qué no teniendo nada para comer, llevando ya unos cuantos días sufriendo, no deja de ladrar y se encuentra tan tranquilo, a lo que el canino ladrador le responde que de comer le podrán quitar, claro, bien, de acuerdo, aunque resulte injusto y cruel, pero de ladrar, de ladrar no puede quitarle nadie porque eso es propiamente suyo, esa es una cualidad que le corresponde y que le identifica y por lo tanto continuará ladrando hasta el final de sus días.

3 comentarios:

  1. "¿El pajaro canta por que es feliz o es feliz por que canta?"
    psicólogo positivista

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    1. El pájaro canta de felicidad porque puede volar e ir de rama en rama contemplando el paisaje, y dejarse llevar por la sensación de libertad que le da su condición de pájaro. No estaría mal una vida siendo pájaro.

      Mil abrazos.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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