jueves, 7 de febrero de 2013

Gajes de la afición.





Es habitual entre los aficionados a la lectura que, cuando nos encontramos ante una obra maestra que nos está llegando a las profundidades del alma y en la que se encuentra sumida nuestra concentración hasta límites insospechados, aparezca un pensamiento que nos lleve a prometernos que al terminar de leerla la cerraremos y volveremos a la primera de sus páginas para comenzar de nuevo a disfrutar y no abandonar nunca esta práctica hasta extraer la última gota de sabiduría del texto en cuestión de cuyo universo nos sentimos formar parte. Es uno de los indicios que nos muestra muy a las claras el poder de sugestión que atesora la literatura, y las facultades que ejerce sobre nosotros para amparar  cualquiera de nuestras soledades con mayor fuerza que la que podamos encontrar en dispares entretenimientos sobre los que, cada vez con más frecuencia, se nos trata de hacer clientes con argumentos materiales carentes de imaginación que solo pretenden recaudar dinero.
Durante mi infancia fui testigo, en una conversación que mantenían dos profesores del colegio al que asistía, de la declaración por parte de uno de ellos del título de su hasta ese momento libro de cabecera. Por entonces no alcanzaba a adivinar el significado de semejante expresión y menos aún la importancia que podría llevar a los hombres a no despojarse de la compañía de un libro por interesante que éste resultara. Otra vez, poco tiempo después, en uno de los raros programas televisivos en los que se concursaba con argumentos culturales de por medio, apareció un señor que decía leerse el Quijote todos los años, y que ya lo había hecho más de veinte veces, eligiendo así la obra de Cervantes como tema personal a cerca del cual poder preguntarle todo cuanto fuese preciso. Sin duda aquella fue para mí la primera ocasión en la que pude comprobar la ferviente devoción que un ser humano podía sentir por una obra literaria, la misma que millones de españoles sentían y sienten por los diarios deportivos que parecen impresos en rotativas situadas en los sótanos del estadio de alguno de los grandes clubes de entonces y del momento.

 Recuerdo, también en mis años de puericia, que el manuscrito en el que se describen las experiencias del célebre militar republicano Valentín González, el Campesino, era el libro que había elegido mi padre para que le hiciese constante compañía en esos minutos anteriores al sueño, no sé si con la proposición de convertirlo en el suyo de cabecera o simple y llanamente para encontrar en él ciertas referencias y consonancias adheridas al sufrimiento y al estoicismo de los durísimos tiempos de su niñez, transcurridos a lo largo de la guerra y la postguerra incivil española, junto con las hojas que iba descolgando de un almanaque en las que aparecían fragmentos bíblicos que le servían de guía y enseñanza, pero el caso es que en estas palabras escritas encontraba un tipo de refugio para su manera de entender la vida. Esa mezcla, años más tarde, me dio qué pensar y hube de llegar a la conclusión de que de la misma manera que yo me había hecho ratón de biblioteca a base de desordenadas lecturas, sin orden ni concierto, aquel hombre, que a penas estuvo unos cuantos meses en la escuela, tenía sus ideología amalgamada en un laberinto de ideas de diferentes fuentes, a cual más dispar, de las que le importaba el aliento de hermandad que se aliaba con sus experiencias pasadas, siendo así estos diferentes textos vehículos de conexión que atracaron en el puerto de una misma persona. Esto me llevó a discurrir sobre la relevancia de las elecciones y la relación entre las mismas, por desemejantes que pudiesen parecer, y en el relieve del discernimiento y la separación del grano de la paja cuando uno se encuentra frente al intencionado vistazo a, por poner un ejemplo, un periódico que no va con su manera de pensar pero del que a buen seguro sacará provecho si parte de la base de saber colocar la lupa en el lugar indicado. Debe ser por ello que aún sigo perdido en un vaivén de lecturas a las que no ha venido a orientarles ninguna brújula, aunque cada día me cuesta menos desechar una obra antes de su página cincuenta.

Cada vez que observo, en la cola del mostrador de la biblioteca, a algún usuario solicitar el préstamo de algunos libros, pienso en dónde y cómo los leerá, y en cuales serán sus preferencias. De la misma manera, cuando encuentro entre las páginas de una novela, también prestada, el resguardo de un lector anterior a mí, que dejó ahí su justificante como la huella de un caminante anterior por esos caminos de la ficción en los que hasta esto puede aparentar serlo, reflexiono a cerca de las similitudes que pueda tener esa otra persona conmigo para haber acabado escogiendo el mismo relato, o si por casualidad se trató de una fortuita decisión que nada tuvo que ver con la localización de un deseo en concreto en el momento preciso de decidirse por este o aquel ejemplar, o han sido, ambas situaciones, sujetos de una no superada prueba tras los dos primeros capítulos saliendo, acto seguido, en busca de otra con la que satisfacer el apetito lector. Entonces recuerdo a uno de esos maestros de la calle, un cubano licenciado en letras que se ganaba la vida vendiendo libros en las cercanías de los jardines de Murillo, en Sevilla, cuando me decía que una de las diferencias entre los lectores cubanos y los occidentales era que aquí, en Europa, leemos un libro detrás de otro, a veces sin orden ni concierto, sin a penas releerlo ni fijarnos en sus detalles más sutiles en los que basar su valor y significado, y que en Cuba, por la falta de diversidad literaria, el mismo libro se lee muchas veces y por muchas personas sacándose así muchas más conclusiones de éste a pesar del menoscabo que supone la ausencia de una completa gama de referentes entre los que elegir.
De modo que entre una y otra cosa me sale al paso la abundancia de publicaciones que se llevan a cabo en España anualmente. Cada año aparecen libros dedicados a materias relacionadas con los más dispares temas que nada tienen que ver ni con la historia ni con ninguna asignatura que pueda ser encuadrada en lo que conocemos como cultura general, con nada de eso que nos proporcione argumentos para saber de dónde venimos ni a dónde vamos, con lo que Arturo Pérez Reverte califica como base de la conciencia histórica sin la que un pueblo acaba dando muestras de flaqueza, de falta de criterio y de desviación hacia el borreguismo ramplón y barato. Entonces torno a pensar en las diferentes maneras de elegir un libro y vuelvo a caer en la cuenta de que los que acabo de sacar del estante de la biblioteca corresponden a autores de los que a penas he leído nada, y cuya futura lectura me ha sido recomendada por otros escritores que cuentan con éstos como maestros de su juventud. Ahora me queda ver si esta manera de coger el testigo de la lección da frutos o si he de continuar acoplándome a mis travesuras de ratón. Sea cual sea la manera, creo que estos gajes merecen la pena por el mero hecho de ser vividos para continuar entretenidamente perdido en esta realidad pegada al suelo que parece de otra dimensión.

4 comentarios:

  1. Clochard:
    Lo has dicho todo tan claro y tan bien... que no se me ocurre comentar nada. Iba a poner un emoticón, pero no sé, no sé.
    De cualquier modo, una reflexión la tuya acertada y bellamente expresada.
    Salu2 ratoniles.

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    1. Gracias Dyhego, pero tampoco es para tanto, opina y comenta cuanto quieras que de eso se trata, de enriquecer este espacio.

      Salud.

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  2. Yo te diría querido Clochard que,siguieras con tús travesuras de ratón que te hace tanto bien y,nos lo haces sentir a los demás leyendote...Un abrazo lector!!

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    1. No conozco terapia que se le aproxime para sentirme bien en medio de tanto desorden. De hecho se la recomiendo a todo el mundo, así es que ponlo en práctica cuando puedas y verás que bien te sienta.

      Mil abrazos.

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