jueves, 9 de enero de 2014

El agua de las horas






Cuando se tiene la imperiosa necesidad de sentir aquello de lo que uno se quedó con las ganas, cuando la nostalgia se encarga de hacerte ver más despacio las cosas, cuando se saborea cualquier bocado con la parsimonia del último beso o abrazo, como me sucede a mí cada vez que recuerdo la holgazanería desparramada por los pupitres de mi colegio e instituto, se empieza a tener un contacto más fiel y certero con lo que realmente importa. Ese afán por darle la correspondiente y merecida importancia a todo lo que tenga que ver con el conocimiento, esa lupa que se para en una palabra desconocida, ese instinto de investigación sin esculpir pero del que se disfruta como cuando se está empezando a montar en bicicleta sin la ayuda de las dos pequeñas ruedas traseras, gozando de las horas de estudio sin que éstas supongan el martirio con el que parecía que nos querían castigar los mayores, sin que sea necesario el menor de los esfuerzos, sucede entonces que viene todo a convertirse en una atmósfera de paz y silencio tan fuerte como la coraza de un galápago, como si recobrar el imposible tiempo perdido ahora fuese la mayor de las no nombradas preocupaciones: esa templanza de movimientos con la que nos dirigimos hacia el estante más próximo con la certeza de estar asistiendo a uno de los regalos de la existencia, disfrazado de estudiante, transportado en otro tiempo sin abandonar el presente. Es éste uno de los síntomas de haber hecho el ganso durante unos cuantos años en los que las preocupaciones máximas eran de otro tipo tan distinto que da casi vergüenza acordarse de ellas. Rectificar es de sabios, así se enuncia el consuelo que casi no se atreve ni a mirarse la sombra, y por más que uno quiera no queda otra que refugiarse en la trinchera del exilio político del cuarto de lectura, en el que las horas pasan despacio y como pertenecientes a un mundo en el que no hay relojes, por fortuna, aunque las prisas no dejen de apremiar para cuestiones sin las que parece que la vida no es vida o no es concebible ésta sin esa serie de banalidades de tres al cuarto con las que ir y venir al ritmo de una puerta giratoria. No deja uno de pensar en esto mientras se le escurre entre las manos el agua de las horas que dedica a calentarse la cabeza buscando ofertas de trabajo.

2 comentarios:

  1. Eso es la madurez, sin duda, Clochard.
    Salu2.

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    1. Esa madurez es algo parecido a un estado de bienestar y satisfacción incomparable, en cada uno de esos minutos. Qué suerte cada vez que lo podemos disfrutar.

      Salud, Dyhego.

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