martes, 10 de junio de 2014

Tomar notas en San Lorenzo






Cada vez que paso por la plaza de San Lorenzo de Sevilla me acuerdo de Phillipe Roth y de esos cuantos metros cuadrados de su infancia en los que se encuentra todo lo que ha escrito. Y es que en este trocito de ciudad hay tanta vida, se pueden contar tantas historias, se puede uno imaginar tantas cosas, que bastaría con tener la paciencia del fotógrafo para ir diseminando cada instante a base de palabras con las que describir cuanto se ve. Una instantánea de cualquiera de los gestos de quienes por aquí frecuentan es tan enriquecedora para darse cuenta de cómo está la situación, la cosa, de cómo va la vida, de qué es lo que es eso, que por momentos siento la inquietud de ponerme a escribir aquí mismo, en lugar de limitarme a tomar una serie de notas con las que después a  penas esbozo algo parecido a lo que me hubiera gustado publicar en el espacio de estos Peces de hielo. Dice Muñoz Molina que uno escribe lo que puede y no lo que quiere. 
Tomar notas, ir escribiendo en un cuaderno aquello que después sirva de muletilla y de antídoto contra el olvido, es uno de los placeres reservados a quienes dedican su tiempo libre a ir de un lado a otro tratando de descubrir lo que se les había resistido de la aparente normalidad en la que se descifran los códigos de lo cotidiano. Dice Ramón Masats que él descubrió la fotografía en la mili, por aburrimiento, y que a partir de ahí fue siendo consciente de lo ilimitado de cada instante, del significado que pueden encerrar determinados momentos. Algo así sucede en la plaza de San Lorenzo, que cada instante es ilimitado, eterno, fuente de diversos argumentos, manantial accesible a la imaginación para hacerse sus cábalas e ir tejiendo la tela de araña del cuento de nunca acabar.
Hay palomas picoteando las migajas que los niños le van dejando sobre el suelo; hay pelotas que ruedan y padres que disfrutan mientras contemplan jugar a sus hijos; hay un vagabundo y un loco de atar, otro que anda clamando justicia y cagándose en todo; siempre hay clientes en la terraza del bar Sardinero, y en la puerta del bar San Lorenzo, en la cantera del Quintero, como algunos lo llaman. Hay un acento para todo, para la tristeza y para la alegría, para el jolgorio y para la paz, para el entusiasmo y para el sosiego de la meditación amparada por la religiosa cercanía del Gran Poder y por la brisa que acompasa el balanceo del ramaje de los árboles de la plaza. Hay una iglesia y una capilla, un besamanos cada dos por tres, una cola de devotos que parecen llegar aquí con la admiración del peregrino que culmina su trayecto en la plaza del Obradoiro de Santiago. Y contrastes: hay un restaurante de cocina de mercado cuyos platos son pura arquitectura, y unos metros más allá hay una tasca que casi se cae a pedazos; hay un estanco y justo al lado hay una farmacia; pegado a uno de los templos cristianos que más creyentes atrae se encuentra una administración de lotería; algunos clientes que esperan su turno para ocupar una de las mesas del Eslava lo hacen en la terraza del Postureo; al mismo tiempo que se ve cómo se descorcha una botella de buen Rioja en uno de estos paraísos gastronómicos un clochard bebe a morro de su cartón de vino sobre la acera; mientras el calor sin tregua de las cuatro de la tarde hace imposible respirar en la calle, en el interior de las cafeterías se sufre un frío de nevera; y para colmo, esta misma mañana, charlaba con un vecino sobre el absurdo hábito del tabaco y justo al despedirnos me he percatado de que nos encontrábamos en la puerta de la casa en la que durante unos años vivió Gustavo Adolfo Bécquer, empedernido fumador que murió a causa de una infección pulmonar. Notas, pistas, vestigios, puntas de iceberg, lanzaderas, datos, de todo un poco de cuanto la vida bulle por aquí.

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