martes, 5 de marzo de 2013

Animal de costumbres.






Tengo costumbre de ir barruntando cosas conmigo mismo a medida que paseo. Es un hábito con el que acompañar la caminata y dejarse llevar, sin más, como quien no tiene papel para apuntar y se ve obligado a ir memorizándo todo lo que al instante se le olvida, como Aleksandr Solzhenitsyn cuando bajo el suplicio de un campo de concentración nazi archivó dieciocho mil versos en su memoria, solo que en mi caso se trata de una versión de aprendiz que no pasa de la primera estrofa. A cada paso, cada vez que doy una vuelta por los mismos lugares, casualmente veo a personas que continúan haciendo lo mismo, como si el tiempo se estuviese entreteniendo en jugar conmigo, como si hubieran quedado ahí para siempre: los mismos gestos y posturas, el mismo quehacer, la misma pose identificativa como si un fogonazo de los que emitían las primeras cámaras fotográficas, de principios del siglo XX, los hubiera grabado en el aire para volver a encontrarse conmigo cada vez que transito por los lugares en los que se encuentran. A todo esto yo lo llamo vertientes de la memoria, conjunto de instantáneas que cada cual recoge en su particular álbum del vaivén por la ciudad.

Existen secuencias de movimientos en cada uno de nosotros sin las que tal vez nos resultaría extraño acceder a cualquiera de los propósitos con los que nos desplazamos. En cierta manera tenemos un poco, afortunadamente solo un poco, del meticuloso rigor rutinario con el que Inmanuel Kant afrontaba las actividades de todas sus jornadas. Se dice que este hombre era un reloj andante, que pasaba todas las tardes por los mismos sitios a las mismas horas en punto sin fallar una sola vez; tanto es así que un joven al que su madre le preguntó la hora respondió diciendo que tendrían que ser exactamente las cinco y veintitrés minutos porque el señor Kant acababa de pasar por la ventana, así de fácil.

Veo a un par de camareros que fuman en la parte de atrás del bar en el que trabajan cada vez que paso por allí a las tres y media de la tarde. Hay una señora, una vecina, que sacude el polvo de las alfombras de su casa, todas las mañanas a las once y diez minutos, mientras yo organizo un poco lo que dará de sí el estudio. Un bedel del ayuntamiento hace ininterrumpidamente guardia en la puerta de la casa consistorial, al mediodía, con el porte de un soldado inglés justo antes de que suene el cambio de guardia. Una chica rubia, con aspecto de haber tenido hasta hace unas semanas una vida muy diferente, acaricia, en el mismo trozo de acera de la misma calle, a un perro que sostiene en brazos como si fuese el bebé que acaba de dar a luz mientras espera a que caigan unas monedas, en la lata que ha colocado junto al cartel en el que aparece el resumen de sus desgracias, con las que superar el terror de la miseria; y así otras muchas caras que me van siendo conocidas aparecen con puntualidad suiza a la vuelta de una esquina tras las que presupongo encontrarlas haciendo lo mismo que estaban haciendo la última vez que las vi.

Echo de menos, además de algún que otro cambio en la tradicional forma de hacer las cosas que carecen de la mayor importancia, las que reportan sus beneficios amenizando el enclaustramiento y la hermeticidad de lo hábitos más triviales a base de leves alteraciones que hacen que parezca diferente aquello en lo que llevamos años encerrados, algo parecido a variantes que dejen de hacer que parezca que la realidad se ha congelado en la estupidez. Hablo por las administraciones y por los políticos, por los programas de televisión y por la inaceptable falta de transparencia de los medios, por la contaminación con la que todas esas inescrupulosas muestras de indiferencia van haciendo mella hasta acabar haciendo estragos en nuestra conducta, por tratarse de espejos en los que muchos se acaban mirando sin llegar a la conclusión de que esos reflejos son una mala guía con la que orientarse, dejando al margen la originalidad que habita en el interior de cada uno de nosotros, y la parte de sentido común que nos ahorraría los prejuicios por culpa de los cuales acabamos por no ponernos de acuerdo.
El hombre es un animal de costumbres, que duda cabe, pero también dispone de la razón para usarla aunque solo sea en el extremo caso de la actualidad, valga como ejemplo, para no condenarse más al sometimiento de la férula de un tren que solo nos ha reservado su vagón de cola. Pienso esto mientras paseo y espero, al mismo tiempo, mantener vivas las diversiones personales que me endulzan la vida sin dejar que se entrometa la tenebrosa compañía de otras prácticas que tengan algo que ver con la moda y su siempre sospechoso hedor a borrego, de modo que la onda expansiva de la repetición de mis más efímeros actos no acabe por traspasar la barrera en al que se encuentran los misteriosos factores que hacen del paso de los años un todo cuya parte de belleza radica en la esencia de lo imprevisible. Decía Joseph Conrad que vivimos de la misma manera que soñamos.



4 comentarios:

  1. La rutina nos da tranquilidad pero también nos embota. Supongo que es bueno hacer cosas distintas para sorprendernos y, sobre todo, extrañar a los demás.
    Salu2, Clochard.

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    1. Una pizca de rutina es importante para no perder el norte, pero no hay nada cómo dejarse llevar sin brújula.

      Salud.

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  2. Que curioso como con la velocidad que lleva la vida a veces hay momentos en los que pareciera que se detiene e incluso que retrocede en el tiempo o situaciones que pasan a tú alrededor que parece que ya las has vivido.la vida es sorprendente...Un abrazo déjà vu!!

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    1. Si nos paramos a pensar hay muchas cosas que se repiten, pero también que al mismo tiempo son diferentes, o que las podemos hacer diferentes, y por qué no mejor, o de una manera más amena.

      Mil abrazos dejavuseros.

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