lunes, 18 de marzo de 2013

Emisarios de la calma.






El paisaje urbano, habitado por estatuas y carteles, por edificios y animales domésticos que hacen sus necesidades en cualquier recoveco, por quioscos de prensa y salas de juego, bares, tabernas y hoteles cuyas plantas se encuentran a medio concurrir, se adereza con la presencia de esas almas errantes que se mueven de un lado a otro del planeta y como por arte de magia acaban aterrizando en esta ciudad, por una de esas casualidades que no tiene nombre y que convierte el devenir del ajetreo de la zona peatonal en algo más noble y digno de ser disfrutado, apartando el resquemor de las miradas que no pueden permitirse la adquisición de una inalcanzable pieza expuesta en el muestrario de un escaparate hacia un rayito de luz que contiene tintes de esperanza, sonoros tintes de esperanza emanados de una armónica o de un saxo, de una trompeta o de un contrabajo, de un acordeón o de una flauta, de un clarinete o de una darbuka, de instrumentos aliados con el beneplácito de lo efímero sobre el banco de un parque o las escaleras de una catedral, sobre la barandilla de unos jardines o el porche de un antiguo edificio público junto a una plaza por la que transita mucha gente, en el dédalo del cruce de caminos entre el ocio, el trabajo y el abandono de las suelas de los zapatos para distraer el aburrimiento. Como si no hubiera otras miles de ciudades, otras tantas en las que perderse por sus aceras y sus sombras, este par de jóvenes ha aterrizado aquí y su presencia pasa tan desapercibida como la de dos fantasmas a salvo de la codicia, cuando bien pensado son un regalo caído del cielo que viene a desatascar la sordera de cuantos zigzagueamos con el pensamiento puesto en otra parte, que nunca es la tendencia a la seguridad sino más bien una desaprobación de las circunstancias para la que no encontramos argumentos que sostengan nuestras muestras de disconformidad.
Casi de imprevisto uno es testigo de la aparición de estos dos muchachos, una pareja formada por una violinista y un guitarrista, de músicos ambulantes con trazas de hippies: descalzos y vestidos con trapos ligeros y caídos, con los cabellos muy largos y la cara muy limpia, acomodados a sus instrumentos con el ademán profesional de componentes de una filarmónica. No hacen ruido al colocarse, sus movimientos son como los de un par de gatos que se adaptan el uno al otro al trozo de tierra que les ha tocado en suerte y se acurrucan aprovechando el último resquicio de pavimento disponible. Se miran con camaradería, aproximándose en el compás de las notas y surcando en el aire un espacio en el que los oídos toman pronto el acomodo de la belleza. Suena algo parecido a una obra de Mozart de la cual sería incapaz de dar el nombre, pero que amablemente me transporta a una de esas tardes lluviosas en las que la paz de fondo de la melodía envolviendo el seguimiento de la lectura es comparable al sentimiento de serenidad que se percibe en esta esquina de esta ciudad en la que fortuitamente se han parado este par de seres independientes que parecen no pedir nada a cambio; parecen emisarios de la calma.

La guitarra, a pesar de no ser un característico instrumento en las lides de la orquesta clásica, aquí se acopla sumiendo en una nube de originalidad sus acordes a lo que de pieza ensayada pasa a ser algo muy similar a una improvisación en la que a uno se le vienen a la cabeza muchos nombres de muchos Robinsones del asfalto musical que parecen haber caído del cielo muchas veces antes, alguno de los cuales ha podido repetirse en el recorrido sin que haya sido retenido en el álbum de la distraída memoria. Siempre me pregunto lo mismo. Un cartón de vino y una mochila, un gorro sobre el suelo, nada de partituras y mucho sosiego; parece que el mundo no va con ellos, ante lo que yo siento una enorme envidia, unas irrefrenables ganas de ser capaz de no sobresaltarme con nada y permanecer tan inmune a las desgracias como este par de ángeles que aterciopelan el sentido del paseo. Casi nadie se detiene, ya no queda ni un gramo de paciencia, si es que alguna vez la hubo, para apreciar la ofrenda de este impulso de generosidad anticancerígena con el que hoy todo se convierte en algo más dócil y alcanzable en este reguero de baldosas atestadas de comercios. Por momentos pienso que vamos para atrás, que retrocedemos al hábitat de la primitiva ignorancia, sobre todo si me paro a contemplar la simpleza de la apabullante muestra de sabiduría con la que se nos enseña el misterio de uno de los reinos de la felicidad de la mano de este par de genios que necesitan tan poco para permanecer en trance sin que parezca inmutarles que la mayoría no entiende nada.

4 comentarios:

  1. Clochard:
    Cuando paso ante una de estas parejas "musicales" (robinsones de asfalto -interesante descripción-) no sé qué hacer. Si me quedo parado y mirando, parece como si me metiera en su vida (a mí me daría una vergüenza horrible que se me quedaran mirando); si me detengo un rato corto mirando y les entrego una propina, parece como si les diera una limosna de compromiso y no me gustara lo que tocan. Y si paso de largo, pues ni te cuento.
    Una vez, que iba por Trapería, oía desde lejos el Canon de Pachelbel, y ¡daba un gusto oirlo...! Les ofrecí algo de dinero, pero me daba vergüenza quedarme, así que me fui andando despacito hasta que dejé de oirlos...
    Salu2.

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    1. Dyhego:

      Es bonito disfrutar de semejantes espectáculos gratuitos, ya lo creo. Disfruta de ellos cada vez que se te presente la oportunidad.

      Salud.

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    1. De nada, Amoristad, de nada, no hay de qué, es un placer, ha faltado un poco de música, pero seguro que tú le has puesto algo.

      Mil abrazos.

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