martes, 19 de marzo de 2013

Brújulas.







A veces, en lugar de dirigirme premeditadamente hacía un estante en concreto de la biblioteca, en el que sé que encontraré a un autor como Delibes, Vargas Llosa o Saramago, siempre con ganas de releerlos para ver hasta qué punto soy el mismo u otro diferente frente a la misma obra, me dejo llevar por el espíritu de una libertad guiada por una premonitoria intuición de descubrimiento hacía no sé dónde, de modo que antes de saber cuál será la nueva adquisición voy presintiendo que algo bueno esta a punto de suceder: encontrarme con un libro que estaba ahí desde hace quién sabe cuanto tiempo, esperándome, haciéndolo sin más ayuda que el azar y con una considerable dosis de seguridad que se convierte en la anticipación de un acontecimiento culminado. Así me metí en el interior de la vida de Francisco Ayala, en los razonamientos de Schopenhauer y en la prosa articulista de García Montero, casi sin querer, con una perezosa voluntad que deja en manos de la pura casualidad parte importante de la responsabilidad electiva. Es un hábito del que no soy el único representante por estos lares, lo veo en otras personas o eso intuyo: el merodeo de los ratones de biblioteca sin saber muy bien qué quieren pero deseando saberlo, olfateando el queso que hay en el lomo de los libros y decantándose por uno de ellos con el que acaba de mantener una secreta y silenciosa conversación en la que se han dicho lo suficiente como para no esperar a llegar a casa y comenzar la lectura justo en las escaleras que bajan en dirección al hall de la entrada.
 En una de las salas que acostumbro visitar con más frecuencia de la biblioteca de Huelva, nada más entrar hay una especie de árbol metálico que sirve de expositor en el que se muestran las últimas novedades. En él se mezclan los géneros y los nombres, la sugestión de los títulos y los colores de las encuadernaciones, y suele ser el lugar más concurrido, junto con el dedicado a los libros de psicología, por parte de quienes se disponen a hacerse con un ejemplar para pasar unos días distraídos en el interior de un relato o en las alternativas propuestas por una serie de nuevos talentos para no preocuparse más de lo debido o para alcanzar la cima del liderazgo con la misma dudosa eficacia que esos cursos que te aseguran hablar inglés con un determinado número de palabras, sin detenerse más de cinco minutos en su excursión a lo largo y ancho de las instalaciones. En ocasiones yo también me abastezco de este ínfimo repertorio de novedades, pero sin la misma fortuna que frecuentemente me acompaña al sumergirme en el interior de los pasillos flanqueados por estanterías rebosantes de tomos, siempre con la sensación de que estoy dejando de lado las miles de posibilidades que hay justo al lado, tan solo con mirar un poco a mi izquierda, al frente o a mis espaldas. Puede que haya una parte de injustificado prejuicio en la antesala de cualquier lectura que condicione la satisfacción que obtengamos de la misma, y eso me ha llevado a mantener una lucha interna para desembarazarme de la antojadiza idea de que la buena literatura no se puede encontrar de manera abundante en ese repertorio de novedades de la entrada, confirmando la ingenuidad de quien aún no ha leído lo suficiente, hasta que tal suposición se vino contundentemente abajo hace unos días a partir del momento en el que allí encontré Todo lo que era sólido y El atrevimiento de mirar : las dos últimas obras de Antonio Muñoz Molina. Siempre hay excepciones que se encargan de confirmar una regla o una absurda terquedad, pero nada como perderse sin brújula y esperar a ver qué es lo que pasa.

Detenerse a observar cómo reposan tantas páginas juntas, tanta paciencia y sabiduría reunidas en el casi diáfano espacio de la planta de un edificio, para que el ciudadano disponga a sus anchas y sin barreras de ellas, es de una generosidad y privilegio tales que me cuesta trabajo entender porqué no viene más gente por aquí y se une al grupo de los que ya nos sabemos nuestras caras de memoria, y a alguno de los que más pronto que tarde, por su característica manera de pedir las cosas o de hacer una consulta, se echa en falta a partir del momento en el que un extraño silencio hace eco entre las mesas y los ordenadores. A mí me sucede con las ruidosas suelas de mis botas, cuyos gemidos no se ven justificados por el precedente encerado del suelo sino que chirrían adhesivamente sobre el mármol y corroboran mi presencia, sobre todo si me aproximo a los cajones en los que se guardan los discos de jazz y de música clásica, momento en el que en función de cómo suenen mis pasos voy teniendo una mínima noción del hallazgo que anda esperándole a mis oídos.


4 comentarios:

  1. Clochard
    ¡Eres como un personaje de mi Murakami!
    Salu2 nipones.

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  2. Dyhego:

    Todavía no me he metido en ningún relato de Murakami, espero algún día comprobrarlo, cuando la brújula me lleve al estante de la letra M y me tope con él.

    Salud.

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  3. Te he visto y casi oido camino de los discos Clochard...Un abrazo chusss!!

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    1. La suela de mis botas se ha convertido en otra forma de música clásica en la biblioteca.

      Mil abrazos.

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