domingo, 24 de julio de 2016

Una bebida milagrosa


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No hay nada en estas noches de verano como tomarse una cerveza bien fría para clausurar una larga jornada de trabajo. En Sevilla es raro durante el mes de Julio que los termómetros bajen de los treinta grados entre la media noche y las dos o las tres de la madrugada, y eso, junto con un poco de predisposición por el líquido elemento procedente de la cebada fermentada, es ya un motivo para no pensárselo dos veces. A partir del segundo trago de cerveza entra el alma en un estado de bienestar en el que toda conversación es recibida con agrado, en el que la vida se ve de otra manera, de esa manera en la que es fácil intercambiar unas palabras con cualquier desconocido con el que se haya uno topado en el bar. El estímulo de la cerveza es propenso al optimismo, a pensar que no todo el mundo es malo y a encerrar en un cajón las telarañas del cerebro propiciadas por una ola de calor. Empieza uno a mojarse por dentro con afición de poeta, con ganas de tener ganas de todo, afianzando una inigualable confianza en uno mismo, sintiéndose muy seguro de que el próximo trago le va a sentar genial. A mi me gusta beber cerveza todas las noches, cuando el día ha terminado satisfactoriamente, con la sensación de que me estoy dando un pequeño homenaje por esa dedicación que mezcla escena y servicio, ironía y protocolo, gastronomía y típicos silencios de buen jazz, cuando la buena cara de los miembros de mi equipo es una de las mejores señales de que las cosas van bien. Suelo parar en un bar en el que me conocen pero no saben quien soy, y eso me da la libertad suficiente para estar a mis anchas fabulando historias durante unos minutos que saben a gloria bendita, encontrando personajes, recaudando expresiones, imaginándome lo ancho de la vida en los demás. En ese mismo sitio suelo tomar notas sobre cosas que se me ocurren a cerca de mis quehaceres del día siguiente, aspectos que estaría bien recordar, originalidades muchas de las cuales puede que nunca se pongan en práctica pero que quedan escritas como formando todas ellas un mundo propio tras el que cuando menos se lo espera uno aparece el momento oportuno, ese destello de memoria que me empuja a cambiar una cosa de sitio, a pintar una botella, a entender que lo barroco es todo lo que sobra para hacer uso de la sutilidad de lo sencillo, de la elegancia del sigilo, del orden, de la dirección del detalle cuyo protagonismo radica en pasar desapercibido. En un lugar llamado Straffan, cercano a Dublín, escribí cientos de cartas sobre el mostrador de la taberna del pueblo en una época en la que el correo electrónico no se había instalado con normalidad entre nosotros, siempre acompañado de una de aquellas pintas que le dejaban a uno un regusto amargo y torrefacto, literario a mi manera, un regusto de lejanía bien acompañada de la espuma de un presente en continuo crecimiento. Hoy, cuando aquel aficionado ya se ha curtido en libaciones de cerveza, mantengo el hábito de escribir notas y de leer junto a una copa bien fría o un botellín escarchado, de instalarme con facilidad en la tertulia improvisada en Casa Joaquín por Javier y los que formamos parte de ese tipo de concurrencia que recibe con agrado la catalogación de ser de la casa. Siempre habrá una cerveza para una ocasión, máxime en esta ciudad en la que se bebe como el agua, en la que forma parte de la dieta, en la que consolida esos lazos de unión que no gozan de más aval que el de haber sido adoptados en las tascas, en las tabernas, en los bares, en la resolución del conflicto de la sed que acaba en un brindis o en una invitación.

3 comentarios:

  1. Sí. Completamente de acuerdo. Porque aunque se esté cansado siempre hay tiempo para la rubia ;-)

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  2. ¿Por qué a veces una cerveza sienta mejor que otras? A veces me saben a gloria y otras me saben a medicina. Como cantaban aquéllos: bares, qué lugares...

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    1. ...Tan gratos para conversar. Gabinete Caligari, Jaime Urrutia y compañía.

      Salud, Dyhego

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