sábado, 6 de agosto de 2016

Travesías


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Me gusta pasear desde el barrio de San Lorenzo hasta la zona de la universidad de la calle San Fernando internándome por caminos que inesperadamente me conducen a través de un montón de sitios que se van encargando de reunir un poco de literatura, como si de una serie de datos sueltos que van atando sus cabos en mi memoria se tratase el recorrido, como uno de esos nombres o frases que hay que adivinar en los concursos de televisión cuyas letras aparecen desordenadas y a las primeras de cambio se da uno cuenta de que encierran un dicho o un hecho o el título de una película o el nombre de un monumento; nombres de calles en las que siempre hay un atisbo de época, de personaje, de poesía, de narración tatuada en las paredes, un verso en cada maceta, un poema en cada verja o en cada forja o en cada una de esas ruedas de molino incrustadas en los zócalos de los caserones que pertenecieron a las familias pudientes, una reflexión en el rostro de las personas con las que uno se cruza y dan ya la sensación de estar pensando algo importante, tan ensimismadas en su paseo como yo, tan a su aire como yo en mi soledad disfrazada de estudiante que a veces se confunde con turista; extranjeros que han decidido venirse a vivir aquí acuciados por el bienestar y la benevolencia de la indolente costumbre de la parsimonia y el arte y el sentimiento tan a flor de piel de la sociedad sevillana, gente que ha venido atraída por el aroma a azahar, por la cerveza, por el flamenco y el jamón, por el folclore, por la liviandad de los atuendos veraniegos, por la flor de la primavera, por la ciudad y su duende, por lo que no tiene nombre. Paseo por las calles Quevedo y Lepanto y Cervantes, y recuerdo la primera vez que me sorprendió la presencia de la calle Regina cuando menos me lo esperaba, con esa magia que tienen los callejones de esta cuidad para llevarle a uno de un lado a otro casi sin darse cuenta, encauzándolo por el serpenteante itinerario del casco antiguo plagado de placas que dan fe del nacimiento, de la vida o de la muerte o de la estancia durante unos años de algún celebre personaje instalado en una de esas casas que a uno siempre se le figuran la panacea de la vivienda, el súmmum de la propiedad doméstica, en las que me imagino a escritores en otros tiempos en los que tendrían que iluminarse con palmatorias para poder leer o escribir y en los que viajar debía suponer un lujo reservado para muy pocos, tiempos en los que el silencio de la calla Silencio se extendía al resto de la ciudad que no iba mucho más allá de las murallas, cuidad cuya Alfalfa debía ser un hervidero de gente, un punto de encuentro, un centro de reuniones, un alto en el camino, un enclave perfecto para rematar algún negocio. Imagino esto una vez que después de haber pasado por la calle Santillana me meto de lleno en todo lo colindante con la cuesta del Rosario y su espacio abierto, después de haber salido de la sombra de las setas de la plaza de la Encarnación; imagino que vivir aquí en otra época, tan solo cien años antes, debería parecerse a sentir la fortuna de haber caído de pie en el tiempo de la autenticidad a pesar de las dificultades de entonces, en el tiempo en el que el color de las cosas resplandecía por encima de la escasez porque en el alma de los hombres y mujeres de la tierra no había tanto artefacto deteriorando la capacidad de asombro. Sevilla es una cuidad para comérsela a base de pequeños platos a lo largo y ancho de sus paseos.


2 comentarios:

  1. Para disfrutar de las calles, lo mejor sería que no hubiera nadie, jajaja. Pero se hace lo que se puede. Abstraerse de la gente.

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    1. De madrugada es un gran placer pasear por las calles de una ciudad bonita.

      Salud, Dyhego.

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