jueves, 27 de abril de 2017

Hasta el agua del florero




En un país como España el hecho de que casi en cada calle haya un bar es algo tan común como la no tan frecuente existencia de éstos en los países nórdicos. En España Bebemos venir la vida, cualquier ocasión justifica un trago, un brindis, un por nosotros y a tu salud que mañana Dios dirá; la inspiración en estos casos es supina, excelsa, consabida a partir del momento en el que nos volvemos a ver las caras que delatan nuestras tremendas ganas de abrir una botella, de escuchar el chasquido del gas al destaparse un quinto de cerveza; nos bebemos hasta el agua del florero, hasta la lejía del interior de los recipientes de licores apócrifos que saben a los incandescentes rayos que iluminan el rojo de nuestras pupilas; lo que pasa es que nos da vergüenza decir que somos muy borrachines, muy de hincar el codo, y con frecuencia aludimos a razones culturales para salvaguardar un tanto nuestra imagen de beodos; brindamos por lo que sea y no sea, por el salto de una rana o por la casualidad de haber vuelto a coincidir, con esa tendencia tan nuestra a tirar la casa por la ventana pensando que total para qué si vamos a estar aquí dos días; porque bien es sabido que el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y no dejes para mañana lo que te puedas beber hoy; porque no todo va a ser trabajar, y pagar facturas, y aguantar lo que no hay quien aguante; porque no todo va a ser soportar el cúmulo de injusticias e idioteces que nos rodean, desde el comentario absurdo e imbécil propio de las conversaciones de besugos tan dadas en nuestras falsas relaciones cotidianas, como los silencios que estoicamente vencemos cada vez que superamos la prueba de superarnos a nosotros mismos no mandando a la mierda a ese idiota de turno, el típico listo que ya está de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte, que a duras penas balbucea las cien palabras en las que se resume su vocabulario y con las que pretende persuadir al personal de que las cosas son así porque eso nos lo dice él, hasta la pesadilla de andar a capa y espada luchando con los sinsabores laborales que nos traen de culo y cuesta abajo, amargados, retenidos en la tensión del por los pelos no liarla, esperando a que suene la campana del final de la jornada para, cómo no, ir a tomar una copa al bar de nuestras penas post laborum. Se podría escribir un ensayo sobre los bares que sirven de cueva momentánea para aquellos que hartos de predicar en el desierto se ven más sólos que la una, y no tienen más remedio, aspectos culturales aparte, que endilgarse un par de tientos, de buches largos, de golpes, de leñazos para el cuerpo, para el alma dolorida y repleta de los cardenales de la discordia más absurda: la del trabajo.
A mí beber me sienta bien, me gusta en su justa medida, disfruto, me evado y me instalo en un estado de confort diferente, permaneciendo a lo mío pero sin distorsionar con el ambiente, recreándome en el estímulo que me proporciona un buen whisky de malta, combinando esta actitud con las conversaciones que de tanto en tanto van surgiendo y a las que hago frente de la manera más lúcida que puedo, pero eso si, sin desvariar con salidas por la tangente, para eso prefiero guardar silencio y seguir en mi reino de los calorcillos que el agua de vida propicia en el estómago, allá donde nadie más que yo sabe a lo que saben los acicates de los sorbos más divinos y en la hora precisa en la que el corazón se desenvuelve entre la tranquilidad recuperada y la sonrisa; en esos momentos hago de mi capa un sayo, mirando telescópicamente todo eso que se me figura interesante de ser puesto al tanto de mi capacidad de asombro, recordándome que soy un pardillo, un alumno, un primerizo en las lecciones de la vida; por otro lado no me meto con nadie y me da por reír, por tirar de Moleskine, por hacerme el sueco y vivir en paz la libertad de la que dispongo cuando me pongo a gusto engatusándome con los acordes de una banda de Jazz en directo. Decía Fernando Fernán Gómez que a él lo que "infaliblemente" más placer le había proporcionado en la vida era el alcohol; hay mucha verdad en esas comillas. Sucede que al ser un país de prejuicios y de fachadas, de miedos atávicos al qué dirán, tenemos que resolver el entuerto de las libaciones metiendo por medio a Cristo  y a su madre, justificando al fin y al cabo que debido a la facilidad con la que aquí se cuecen las habas del etanol nos podemos permitir un homenaje cervecero cada vez que nos plazca, dándosenos muy mal reconocer que nos gusta más el filo de un acantilado que a un tonto un lápiz. Venga coño, que si a usted le apetece otra tómesela y no repare en prejuicios, que lo peor de todo es hacer las cosas a regañadientes, y hay elixires que, sin ser el de la juventud, merecen ser disfrutados, eso si siempre y cuando nos pongamos con nosotros mismos de acuerdo y no le temamos al veredicto del fiscal interior que nos acompaña y que nos sacude sus sentencias en forma de rutinaria reprimenda, porque entonces lo mejor que podemos hacer es convertirnos en abstemios; o se bebe o no se bebe.


2 comentarios:

  1. Clochard:
    yo no creo que en España se beba más que en otros países. Hay más bares, eso sí, pero porque nos gusta estar en la calle. En otros países, beberán en sus casas, seguro.
    Lo que no concibo es emborracharse por el gusto de emborracharse. Pasado determinado punto alcohólico, la gente se vuelve patética.
    Como dices, o se bebe o no se bebe.
    Salu2.

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    1. Bueno, beber, bebemos lo nuestro y un poco más; las cosas como son; la cuestión es hacerlo con esa infalible capacidad de placer con la que lo hacía Fernán Gómez. Y eso, o se bebe o no se bebe.

      Salud, Dyhego

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