lunes, 17 de abril de 2017

Con tinta roja


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Escucho a Joaquín Sabina desde los catorce años; ahí empezó mi afición por sus letras y mi posterior admiración por su obra. Recuerdo los  días, en el bar de mi familia en el que fui la mejor versión del camarero que haya sido nunca, en los que tras en más de una ocasión haber escuchado expresiones del tipo ese es un drogadicto, ese es un rojo, ese es un degenerado, un quinqui, un hippie, un bala perdida, ese, si, ese de Úbeda, faltarme tiempo para enterarme de quién era "ese". Ese era lo que uno andaba buscando, uno de esos amigos que uno se encuentra en la música y, con permiso de Joaquín, en la literatura cantada; algo así como lo que a Borges le pasó con Stevenson. Me inicié con el elepé Hotel, dulce hotel grabado por mi hermano Ángel Luis sobre una cinta de  The Beatles, con ese ingenioso recurso que consistía en quitarle a los casetes una de las pestañas de su parte superior tras de lo cual uno podía registrar ahí lo que quisiera. Escuché aquella cinta muchas noches seguidas hasta aprenderme sus canciones de memoria. A partir de entonces me dediqué a ingenuamente escribir versos imitando al Maestro y a tratar de hacerme con todos sus discos, que por entonces todavía se publicaban en vinilo. Lo primero que hacía, cada vez que daba con un nuevo trabajo suyo, era leer las canciones como si de poemas se trataran, imaginándome la música que después descubriría. Recuerdo también una vez en la que, siendo yo un alumno de BUP que se dedicaba a permanecer sentado en la última fila de la clase leyendo novelas de Delibes y de Baroja, y atendiendo sólo a las explicaciones del profesor de latín, harto de no encontrarme cómodo con los revoloteos del alma de la pubertad, haberme limitado a escribir sobre los dos folios que nos daban para contestar a las preguntas de un examen de literatura, para el que no había estudiado nada, los versos de Quién me ha robado el mes de abril al completo, con dedicatoria incluida; puede que por romanticismo o tal vez por no servir para explayarme de memoria escribiendo nombres de obras y fechas y conceptos que algo más tarde he ido aprendiendo de biblioteca en biblioteca, a mi aire; lo hice con tinta roja,  y me quedé tan ancho, tan a gusto, saliendo de allí con la sensación de haber hecho algo heroico, algo que a nadie se le hubiera ocurrido hacer, que sentí algo parecido a una libertad hasta entonces para mí desconocida; el profesor, un antiguo militar que había ido a parar al mundo de la docencia no se sabe cómo, a lo mejor por la impresión que en un momento dado le hubieran podido producir las coplas de Jorge Manrique desde la trinchera, se enojó tanto que a punto estuvo de darle un síncope.
Los versos de Sabina son tan fáciles de entender que por eso nos conquistan, porque hablan de cosas que nos suceden y que nos escuecen en el alma, que nos la sacuden, y esa particularidad es la que conecta a quienes los escuchan con la a priori trivialidad de un mundo desordenado en el que la poesía se encarga de resolver las claves de lo escondido detrás del corazón de las cosas y de los más sencillos gestos; la poesía de Sabina, traje que debido al respeto que él siente por los que considera verdaderos poetas prefiere no ponerse, se encuentra en las esquinas, en las miradas, en los suburbios y en sus prostitutas y camellos y garitos de mala muerte y buena vida plagada de malas compañías, en las falsas fachadas de cristal esmerilado, en la defensa de la melancolía, en el gusto por apoyar a los débiles, en el compromiso con la existencia bajo el lema muera la muerte, en el no dejar para mañana lo que puedas disfrutar hoy, en el desamor y en el amor a los precipicios y acantilados de lo que se vaya terciando, en la porcelana del desengaño, en las impertérritas ganas de tener la vida por delante; el arte de Sabina está en las suelas de los zapatos y en los rizos del cabello, en los abrigos rojos con bolsillos desfondados, en los vagabundos y en los sabios por naturaleza, en el carmín de unos labios y en el duermevela de una madrugada entera en busca de un bote salvavidas en forma de palabra, en las aceras del infierno y en el cielo sobre la tierra, en los pasos de cebra de Abbey road en mitad de la Gran Vía, en la sangre que corre por las venas de los perdedores, en la nostalgia provocada por la chica que nos abandonó, en los impresionistas murales de la realidad, en las descargas eléctricas de la lucidez que da en el centro de la diana, en esas contradicciones sin parangón que ensalzan el poder de la lírica, en las musas del tabaco y el alcohol, en el rock and roll del suicida que se mata por seguir viviendo, en los molinos de viento de un perro andaluz, en el contraluz que ilumina a una mujer desnuda, en el mar de dudas de lo que pudiera haber sido, en el Destino al que se le cambia de conversación; el arte de Sabina está en los graffitis del corazón, en los ceniceros del olvido, en las bocas de metro que dan besos de tornillo, en los vagones de un tren de cercanías, en una chupa de cota de malla contra la guerra fría. El arte de Sabina está en el quejido de una voz a lo Jaques Brel, en el amanecer que empalma la noche con el día, en las pepitas de las sandías del placer, en el ser y no ser de lo que sin pretenderlo se convierte en la mejor de las poesías.



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