sábado, 8 de abril de 2017

La ciudad estrenada




En las postrimerías de la Semana Santa la ciudad de la Gracia aparece ante mis ojos como si estuviese vistiendo un nuevo velo, una rebeca de entretiempo con la que encontrarse cómoda y preparada para la contemplación de la primavera, un atuendo que la convierte en única en el mundo, recogida en su pensamiento y expresiva al mismo tiempo, queriéndose mostrar a los cuatro vientos con la cautela del respeto esculpido en las capillas, afanada con el traqueteo de maderas y de hierros que desde hace unos días le están dando forma a los palcos de la Carrera Oficial, remendada en las suelas de sus zapatos con las gomas que tapan los raíles del tranvía a lo largo de toda la Avenida de la Constitución. La Ciudad del arrebato y del barullo se convierte en la Urbe del mimo y del cuidado, con esa sensación de la cercanía de un algo con mayúsculas que tienen los días en los que se palpa en el ambiente la llegada, el acercamiento, la proximidad del más profundo de los latidos, la oración en ciernes de ser cantada, la bocanada de aire abrileño cargada de una pasión sostenida como el solo del quejido de una saeta. Sevilla es una ciudad amante y amada, folclórica y silenciosa como ninguna, coqueta, plana y barroca, judía y cristiana, reservada e histriónica, palmera y sigilosa, costalera y milagrosa, Hada madrina de los perfumes del azahar, escandalosa y tímida, toda ella un mundo de contrastes engarzados en el perfecto desorden de su agua y su fuego, de su oxigeno y sus cenizas, de sus recuerdos y sus olvidos, de sus Cristos y sus Santos y sus Virgenes y sus panes de oro molidos, de sus palios mecidos al compás del vaivén sostenido por los riñones de los costaleros, de la oportunidad para lo espontáneo y lo elegido, del cara o cruz de la arbitrariedad de sus juegos, de todo un poco y mucho de sí misma. La Ciudad es universal y andaluza, puerto de mar de los marineros en la tierra de la poesía, religiosa a su manera, creyente y pagana, gitana y flamenca, imaginera y compositora, extrovertida y amurallada, escultora y maestra de las artes pictóricas. La Ciudad es un mosaico y un azulejo, un reflejo a flor de piel de un Padre Nuestro, un Ave María plusquanperfecto, un advenimiento de melancolía que pronto será resuelto; porque hablo de la ciudad, de lo que ella siente al soportar nuestros pasos y escuchar nuestras conversaciones y nuestras euforias y nuestros lamentos, de lo que ella ve a través de nuestras luces y sombras y esplendores y tinieblas. Sevilla es una ciudad azarosa, presumida y sencilla, callada a pesar del bullicio del gentío que se mueve por el dédalo del casco antiguo con el aire del inusitado nerviosismo que provoca la llegada de la fiesta sagrada, sangrante y florida, curtida y curada de espantos, dejando entrever el anticipo de una emoción esperada, retocada en las calles del centro con un aura de solemnidad perceptible en los ademanes de la ciudadanía, en la textura del frescor de las iglesias. Aquí se estrena la ciudad entera, las esquinas del viento cofrade y la cera de la penitencia, el cirio del Nazareno y el atronador silencio de la madrugá, la pose de los balcones en los que se escriben los renglones del popular arte de las palmas y el itinerario del derecha alante y del izquierda atrás; la Ciudad se estrena en la rejuvenecida flora de sus parques y en los faroles que desde el viernes de Dolores iluminan sus plazas con la claridad de la Santa bienvenida, en los puntos de partida que desde los templos llevarán a la acompañada recogida por un himno fraterno; la Ciudad se estrena en la cal de sus fachadas y en el claroscuro de sus conventos, en la perspectiva de su torre preferida haciendo que el Giraldillo toque el cielo con los dedos, en las acariciadas hojas de sus naranjos por las sacudidas de gozo y entusiasmo, en el dibujo de los inciensos que perfuman sus rincones con un halo de esperanza y de duermevela de jueves Santo; la Ciudad se estrena en el cerumen de los dibujados mapas de la ceremonia sobre el asfalto, en los rizos de las sílabas de la plegaria, en los mantos y peinetas y mantillas, en las cruces de guía, en el Gran Poder del sentimiento de un pueblo entero echado a la calle y agolpado en las aceras, en el silencio y el susurro del sollozo emocionado, en la saeta y la levantá, en el certero golpe del capataz, en la brisa que por una puerta entra y por otra sale de la catedral. La Ciudad de la Gracia se estrena, se almidona y se desnuda dejando las ventanas de su Alma abiertas de par en par.

2 comentarios:

  1. Clochard:
    me parece a mí que Sevilla tiene más admiradores que habitantes.
    Me gustaría volverla a visitar.
    Pero sin ajetreos ni muchedumbres.
    Salu2.

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    Respuestas
    1. Sevilla nos vive mientras nosotros vivimos en ella; hay pocas ciudades que tengan esa capacidad, y La Ciudad de la Gracia es una de ellas.

      Salud, Dyhego

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