sábado, 15 de abril de 2017

Trabajo versus dedicación


Trabajamos para vivir, para que se mueva la olla, para regar las plantas de la estabilidad que nos vamos forjando, para dormir debajo de un techo y disponer de calefacción y de mantas y de ventiladores capaces de esparcir las arañas de los malos pensamientos por los confines de los contenedores del olvido, para rellenar la nevera y tener a mano una cerveza bien fría con la que desentendernos del trajín ordinario que nos condena a emitir una versión de nosotros mismos de cara a la galería; trabajamos para calzarnos y vestirnos y asearnos por las mañanas, para ir acumulando cabellos en las púas del cepillo, para pagar impuestos y multas y recibos y letras y comisiones e intereses y lo que te rondaré morena; trabajamos para encontrar una identidad dentro del galimatías de la sociedad, para meternos de lleno en el ritmo feroz de las innecesarias comodidades impuestas por mandato del mercado, para no ser diferentes, para estar al día de la última horterada, para no pasar de moda, para mirarnos al espejo y reconocernos, o no, en el disfraz elegido por lo diseñadores del momento; trabajamos para ir tirando del hilo de la fortuna de seguir teniendo trabajo, y que no nos falte, que no venga el Tito Lucas con las rebajas, con las cuestas de enero en septiembre, con los entumecidos alambres de la escasez y el apremio de los impagos, con los remordimientos de conciencia por haber decidido esto y no lo otro. Trabajamos, en fin, y benditos sean aquellos que gozan de hacer lo que les gusta, para poder formar parte de la comedia humana y facilitar el mecanismo de la rueda mercantil y machacona que se pararía a partir del momento en el que a nuestro puesto de trabajo no viniera ningún cliente, nadie que saliese con menos dinero del que ha entrado, que a fin de cuentas es de lo que se trata, de que vuelvan, de que salgan satisfechos y hablen bien de nosotros, de que no vayan por ahí, por cualquier portal de Internet, diciendo que somos un desastre, unos ineptos, una decepción, un fracaso, una estafa, lo peor, sentenciando con rotundidad de expertos, fiscalizando nuestros esfuerzos, con esa manera de ser categóricos que ahora se ha puesto de moda entre quienes opinan gratuitamente a pesar de ser medio analfabetos. Eso me revuelve las tripas, la facilidad con la que opinamos sin tener en cuenta lo que cuesta mantener un ambiente laboral sin demasiados problemas, lo que cuesta tener todos los días preparado el talento y el talante y las ganas de dedicarse cada cual a lo que se dedique olvidándose de lo que cada uno lleve en las espaldas personales, manteniéndose firme en el ring de una ocupación las más de las veces no elegida; pero como pagamos nos creemos los reyes del mambo de la crítica, unas serpientes sin criterio, unos zoquetes con ganas de dar mucho por culo, unos faltos de conciencia requemados en la sartén de esta merienda de negros, unos sabuesos crucificados por el rencor que nos carcome por dentro, unos pobres diablos. O sea que trabajamos y parece como si lo hiciéramos en esa novela de Isaac Rosa, La mano invisible, actuando delante de un público que nos espera sentado en sus butacas para ver cómo lo hacemos, qué hacemos, cuánto tardamos y en fin Serafín muchas tonterías. Hemos llegado al colmo del morbo y de la idiotez.
El trabajo, mirado como bien común, es sano desde el punto de vista de la productividad ejercida sobre la fuerza motriz del desarrollo social, como motor del crecimiento personal compaginando nuestros esfuerzos con el progresivo y deseable incremento del intelecto, de la curiosidad, del avance en la dirección de la duda y del descubrimiento, preguntándonos cómo mejorar para ser más felices, para otorgarnos el beneficio de nuestra inteligencia al servicio de la sociedad, dando una versión de ser seres más cuerdos de lo que demostramos ser en la actualidad. Mediante el esfuerzo canalizado por la senda del progreso podríamos saber cómo intervenir con más eficacia en la resolución de los problemas que las misma naturaleza del curso de la vida nos proporciona, podríamos saber qué dirección tomar a la hora de salvar un atasco, cómo salir airosos del siguiente entuerto, hasta ahí estamos de acuerdo; pero cuando trabajar, como le sucede a la mayoría de las personas, ojo, a la mayoría, es una tarea forzada a la que no se pueden negar, una condena, una sentencia que convierte a parte de la ciudadanía en muertos en vida por mucho que disimulen, esto se acaba convirtiendo en el Tour por el monte Calvario de cada día laborable. Ese bicho, con aspecto de insatisfacción generada por la falta una perspectiva saturada de guiones que aprenderse de memoria, es capaz de actuar como una termita devanando los sesos hasta de aquellos que más o menos gozan del privilegio de sentirse a gusto en su trabajo, porque la radiación negativa que emiten quienes se encuentran descontentos es de tal magnitud y magnetismo que acapara la zona dialéctica de nuestras relaciones que se encarga de ir contándonos qué tal nos va y qué pensamos del asunto, de la cosa, del percal, encaminando las conversaciones hacia la idea de un futuro con pan duro en el cajón.
Hay que ver qué mala fama tiene el concepto trabajo, cómo se ha deteriorado el significado del esfuerzo, cómo ha caído en picado la tendencia a querer hacer bien las cosas. De esta desorientación generalizada en torno al nivel de excelencia en el trabajo, debido a la velocidad del mercado y de la vida, se deriva otro mal no menor: el del sentimiento de frustración de aquellos que aún queriendo hacer bien lo que hacen no pueden porque la mediocridad se ha adueñado del sistema. Me da náuseas la postura de muchos empresarios que, a sabiendas de que el individuo en cuestión que solicita una plaza en su empresa se encuentra sumamente necesitado, hacen uso de la oferta ajustando al máximo los límites de las condiciones empleando una retórica fascista tras la que se pretende demostrar que además están contribuyendo  a favorecer el empleo, cosa por la que esperan un rotundo agradecimiento. La cuestión es muy parecida a la que nos sucede cada vez que vamos a la ventanilla de algún organismo oficial o a la de un banco; hay que esperar lo que haga falta y ellos quieran y entrar por el aro, porque se trata de gestiones que nadie más que ellos podrán hacer por nosotros, de forma que cuando llega nuestro turno ponemos cara de borreguitos y con actitud de sumisos soportamos el trato y las condiciones y así todo seguido hasta el final, incluido el no poco frecuente detalle del vuelva usted mañana que desde que a Larra le dio por señalarlo no se nos ha extirpado de nuestro ramillete de costumbres. Qué diferente sería todo si cada uno de nosotros en lugar de un trabajo tuviéramos una dedicación.


2 comentarios:

  1. Trabajar en lo que a uno no le gusta porque es necesario es un duro "trabajo".
    Y si el trabajo permitiera más tiempo libre, pues la gente podría ser un poco más feliz.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Si fuese posible, y fuésemos capaces de emplear el tiempo libre en vivir civilizadamente, otro gallo nos cantaría.

      Salud, Dyhego.

      Eliminar