viernes, 14 de abril de 2017

Brown sugar


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Anoche volví a ver Trainspotting, esa película rodada en Edimburgo en la que tan magistralmente se describen los debastadores efectos de la heroína; ese mundo en el que no hacen falta las ideas, salvo las que tengan que ver con el trapicheo, el robo y la consecución de una dosis con la que entrar de nuevo en ese estado que según los personajes es mejor que mil orgasmos juntos; ese mundo de jeringuillas hipodérmicas y gomas atadas al antebrazo en el que basta con un pico para seguir en ese subir y bajar de las nubes de algodón mágico a lomos del caballo; ese ambiente de apartamentos destartalados y sucios y con todo por medio como muestra del dasastre originado por la adicción, con todo tirado por el suelo, con mesas plagadas de vacíos envoltorios de brown sugar y de cucharas en las que ha sido disuelto el jaco; casas en las que reina el desorden y la ansiosa y al mismo tiempo placentera sensación con matices de emoción anticipada de quienes allí acuden para reencontrarse con el sitio ideal en el que mantenerse al margen de todo lo que sucede en la pura realidad de la que no quieren saber nada y a la que de puertas para afuera le dan la espalda, aislándose del contacto con la sociedad, separándose hasta de si mismos y de sus familias y de la más mínima responsabilidad que puedan tener si es que tienen alguna. Son jóvenes sin oficio ni beneficio, cansados de pensar en lo fatigoso que resulta el proyecto de la elección diaria de cuanto tienen que hacer, y ante ese vendaval de circunstancias y de toma de decisiones prefieren exiliarse en el refugio de las drogas que, a falta de heroína, pueden ser barbitúricos o cualquier otro tipo de pastillas que les permitan desaparecer del mapa de la existencia durante unas horas, metidos de lleno en esa burbuja de ensoñaciones surrealistas con las que los enganchados alcanzan el deseado karma que los transporta al abismo del momentáneo destierro en el que sus mentes gozan de una onírica indolencia. Una vez en las redes de la heroína no hay nada que tenga la menor importancia salvo consumirla a toda costa, todo es secundario, accesorio, hasta la amistad; todo se mueve en torno al volcán de los efectos de un chute. Hay varios momentos a lo largo de la película en los que uno no sabe si mirar o no mirar, sobre todo cuando se expone de manera clara la imagen de una aguja introduciéndose en una vena y mezclando la sangre con la solución del más cotizado de los venenos; o cuando asistimos a la muerte de un bebé por inanición, apareciendo tumbado boca arriba sobre su cuna y con un atroz aspecto de deshidratación, con la cara tan hinchada que parece uno de esos muñecos que dan miedo y con el cuerpo tan rígido como si fuera una figura de cera sin el más leve atisbo de brillo. En Trainspotting hasta los sanos se meten en el agujero; Tommy, el chico deportista del grupo, tras romper con su pareja no supera la tentación y lo prueba hasta llegar a las más triste de las miserias domésticas y personales, es infectado por el VIH y termina sólo y desamparado, tumbado, ya cadáver, sobre un charco de vómitos y rodeado de la porquería alrededor de la cual daba vueltas el gato que no quiso aceptar su novia como regalo de reconciliación y que, ironías de la vida, le transmitió una toxoplasmosis que debilitó su organismo definitivamente. A pesar de la pesadilla diaria del descomunal enganche parece como si por otro lado  permanecieran la continuas promesas de retirarse de una vez por todas, de quitarse, de olvidar todo aquello para llevar una vida normal, pero qué es una vida normal; una vida normal es lo que acaba adoptando Mark Renton cuando decide irse a Londres y comenzar a trabajar en una agencia inmobiliaria, viviendo en una de esas chozas a las que puede aspirar un trabajador y llegando a ahorrar algo más de dos mil libras que irán a parar a una inversión final relacionada con el tráfico de drogas; pero antes de eso, justo cuando Renton empieza a trabajar, adopta una posición igualmente separada de los valores en torno a la relación con los demás: empieza a alquilar pisos y a tener una visión material de la vida, dándole igual engañar a los clientes de la agencia, viéndose como uno más dentro de este desmesurado circo del egoísmo y desempeñando el papel que le ha tocado, consiguiendo así una cierta estabilidad que lo posiciona en la cadena de montaje en la que si te acoplas bien y no protestas mucho no tiene por qué irte mal. He ahí la paradoja.

2 comentarios:

  1. Una película muy dura. La escena del bebé me impactó sobremanera.

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    1. Una película espeluznante que deja muy claros muchos aspectos del ser humano.

      Salud, Dyhego.

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