jueves, 5 de octubre de 2017

El veranillo del membrillo


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Podríamos decir, con el calendario en la mano, que el verano ha terminado, pero se extiende a lo largo de unos cuantos días más en los calores de San Miguel, en las calles soleadas de La Ciudad. Parece como si en esta época anduviésemos a la espera del ansiado frescor del otoño, una vez que han pasado cuatro tórridos meses de desesperación mercuriana, de oleadas de lágrimas de San Lorenzo, de pieles resecas y cuerpos anhelantes de la humedad por fuera y por dentro. Esta etapa del año, con aroma a comienzos de curso, es el comienzo también de una nueva organización de los hábitos que se nos irán pegando al cuerpo con esa indolente tendencia a la que se acoplan los gestos al menguar de las tardes; pero de momento seguimos en el camino del melón y la sandía, del melocotón y la sangría, de la cerveza y las camisas de manga corta, en esa celebración del júbilo de la claridad que nos da la vida, que nos la muestra en la textura del resplandor tardío del verano. En La Ciudad todos los cambios de estación tienen algo de primavera, algo de renacer y despertar, algo de místico porque somos conscientes de la fuerza que las tonalidades de las fachadas desprenderán como adaptándose al cuadro al óleo del paso del tiempo. Hoy, ayer, cuando comencé a escribir estas líneas, curiosamente nos hemos encontrado con un día gris en el que hasta han caído unas cuantas gotas; se han visto los primeros paraguas que ya no están. Poco a poco tarda menos en enfriarse el café; ya no hay que dormir con las ventanas abiertas de par en par toda la noche, ni con el ventilador del techo dándole un aspecto de helicóptero al apartamento. Ahora todo tiene un halo de fuga, de traspaso, de frontera, de linde con el líquido venidero, y en su templanza se acurruca el ánimo desentrañando las claves de la poesía urbana, de la vida de las esquinas, de la inclinación de las ramas de los árboles, de la algodonosa presencia de las nubes que se atreven y no se atreven. El veranillo de San Miguel, amarillo y frugal como el de la canción, nos predispone al viaje sobre un cascarón de nuez por el mar de la distancia, por los horizontes de la utopía de Eduardo Galeano que nos sirven para ir hacia delante.

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