viernes, 27 de octubre de 2017

Diario de Octubre VIII


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Hasta  qué punto se nos acaba la mecha es algo que hay que plantearse. La mecha es un camino que puede estar equivocado de raíz, por los influjos de una tendencia masoquista a ampararnos en el desvelo y en el mal endémico de la desidia, de modo que al tanto con la mecha. La mecha, nuestra mecha, es algo a lo que se le prende fuego con la energía de nuestros instintos, de como mínimo proponernos tener las cosas claras. Ahora suena Once upon a time in the west, bonito tema con el que abre aquel fantástico directo llamado Alchemy, y tengo ya la mecha suficiente; esto me lleva a pensar en la cantidad de mechas sin encender y plagadas de sentido común que nos rodean, ausentadas de la participación, en huelga de celo por desencanto, arrinconadas viendo crecer la hierba en las aceras. La mecha, la que me lleva a escribir y la que nos lleva a la obligación de vivir, es un devenir que ha de tener claro desde el principio que las cosas son como son pero, ojo, sin de dejar de plantearse porqué son así y no de otra manera. Esto de ponerse a escribir en plan filosófico y sin aparentemente nada que contar es un sufrimiento lúdico del que siempre sale uno con la sensación de estar vistiendo un traje al que no le han sido metidos los dobladillos. Esa inercia inconcreta e inexacta del mero fluir es un ingrediente básico de la emoción, sin la que nuestra forma de actuar deviene en inapetencia programada. La mecha me atrae porque en ella encuentro el comienzo, el ajuste, la razón, el punto a partir del cual se inicia la página en blanco, el destello de lucidez que uno no consideraba propio, la meta en sus alrededores, la impasible contumacia de los vagabundos llamados Diógenes que tan a las claras nos demuestran su hipérbole real. Entre tanto sosiego espiritual se le van a uno las ideas de la cabeza; es irremediable, o no, el caso es que digo yo que tendremos derecho a administrar nuestra hambre, nuestra presencia.


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