jueves, 9 de noviembre de 2017

Diario de Novirembre XXI

Resultado de imagen de pasión


Desabrochar una cremallera es un gesto que puede llevar implícito el matiz de la provocación, de la persuasión, de la emoción anticipada del encuentro con los poros de una piel deseada, de lo que en definitiva supone la vocación por el pro del bocado, por el pre diseño de la caricia imaginada instantes antes de producirse, de la entretela en la que se envuelve el terciopelo del erotismo, de ese acercamiento que poco a poco, paulatinamente, se introduce en los vasos sanguíneos mejorando el riego del cerebro; musas y musarañas despiertas sobre los tejidos de dos cuerpos enroscados, enlazados, coleando, impulsados por la inercia de la textura de los cabellos que se pierden sobre el mapamundi de la piel, recorriendo a pasos cortos un pasillo, tropezando con alguna silla, empujando una puerta, deslizándose sobre el horizonte de las sábanas; lentes que analizan el minúsculo gramo de sensibilidad que pueda permanecer en las huellas de los destellos y reflejos y en la esfumadiza y persistente estela del orgasmo, edenes para sordos perdidos, para locos de atar, para cuerdos de amar. Un dedo, dos dedos, tres dedos, una pierna y un escote y un horizonte con dos molinos de viento mitigando la sed, un paisaje por debajo de las nubes y por encima de la almohada, entre la colcha y el somier, en la cama de las ramas de ese árbol perdido en mitad del bosque, erizándose los pelos hasta ponerse de punta en cada jirón de tacto bisílabo. Se tiene todo a partir del momento en el que se siente. La saliva engomina el flequillo del gemido. Los aires de paz se han concentrado en un punto de la tierra, en este punto en el que la velocidad del planeta se detiene y el tiempo queda suspendido a merced del impulso respiratorio del contacto sobre el hilo telefónico de los besos de tornillo.


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