Repartir felicidad significa olvidarte de que por esto te sueltan unas perras con las que ir tirando y dedicarte a disfrutar de todo lo que se te pone por delante. Asumir que son muchas horas, pero que tras ellas se encuentran las posibilidades del abanico de las sensaciones, es algo que hay que tener claro para que la representación goce del brillo vital deseado, para que la escena se contamine de esa mezcla de humildad, ironía y empatía tras la que se encuentra el fruto del acercamiento y el acuerdo, de la decencia y la armonía, del civismo y la responsabilidad ciudadana de tratar de hacernos la vida más vivible, aspecto éste último de vital importancia para entender la metafísica de lo que nos traemos entre manos.
La academia del trato con humanos es un aula de la que siempre sale uno con la sensación de saber bien poco, cosa que la hace grande y con la que el actor debe saber compaginar su existencia para darse cuenta de que cada vez sabe menos, para disfrutar del encuentro con cada mínimo descubrimiento como si se celebrase el bautizo del planeta. Repartir felicidad implica poner, constantemente, granitos de arena con los que formar la montaña mágica de los microclimas y las atmósferas aderezados con las virtudes del mimo y del tacto. Con sonreir no vale. De entrada va muy bien, pero no es suficiente. Hay que mirar a los ojos, investigar, amoldarse, dejarse llevar hasta tomar las riendas, inmiscuirse en los pensamientos, adivinar, presentir, anticiparse, crear y creer en lo que se hace. Observarlo todo hasta empaparte, ponerte en la piel del otro y convencerlo para que no cometa un atropello, para que recoja un ejemplo de una de las muchas maneras que existen de sentirse vivo sin necesidad de tener que apretar un gatillo, sencillamente siendo camarero.
viernes, 23 de marzo de 2012
Repartir felicidad.
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