miércoles, 6 de marzo de 2013

4 años, 11 meses y 2 días.






Llamarse Amaranta o Aureliano, Úrsula o Florentino, Santiago o Fermina debe ser uno de esos privilegios que después se convierten en un irremediable dejarse llevar por la pluma del escritor hacia laberintos en los que la imaginación campa tan a sus anchas como en un desierto lo hacen los granos de arena: en el universo de la belleza en el que todo lo imaginable se convierte en cosa tangible y forzosamente vivible, apta para ser olida y tocada, ideal para la dieta a caballo entre el delirio y la quimera. En la literatura habitan mundos que rodean al del lector con la persuasiva atracción del goce del descubrimiento. Existen lugares en la tierra y en los sueños, en las sospechas y en el miedo, en los cuentos y en los relatos que iban cantando de esquina en esquina los ciegos juglares cuyas historias eran aprendidas de boca en boca y pasaban de una generación a otra como testimonios de tiempos anteriores, y existe una memoria en cada lector en la que con algo de descuido y una buena dosis de embriaguez se pueden confundir unos paraísos con otros: los de la realidad que cada cual se crea para sobrevivir, sin dejar de lado la parte de niño que infatigablemente le acompaña, con los de los capítulos en los que transcurren las aventuras mas fantásticas que podamos suponer y que acoplamos al abanico de posibilidades con las que sentir la libertad en las páginas de una novela.

La palabra, ahí empieza todo, en la palabra. Ayer recibí un mensaje de mi amiga Carmen Ferradas en el que me informaba de que hoy era el ochenta y cinco aniversario de Gabriel García Márquez, e instintivamente pensé en la cantidad de pequeños aspectos que hacen brillante la vida y que se nos olvidan, como las fechas de las románticas y merecidas conmemoraciones. A los pocos minutos intenté sacar una pequeña cartera de uno de los bolsillos de mi abrigo, en la que guardo el carné de la biblioteca, y reparé que en él se encontraba un marcador de páginas que adquirí en una biblioteca de Cantabria en el que aparecen unas palabras de Garcia Marquéz que dicen así: A mis once años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidao! El ciclista cayó a tierra. El cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con todo rigor, que tenían un dios especial para las palabras. Qué hermosa cita y memorable ejemplo de lo que se encuentra detrás de todo nivel expresivo, y en este caso en concreto detrás de la cascada de palabras con la que uno siente la atracción de los imanes de la fabulación al servicio de todas sus energías cuando se pone delante de esos hombres para los que el amor no tiene fronteras, para los que dentro de la vida hay resquicios por los que se cuelan mas vidas sucesivas y la decoración de cualquier parte del planeta adquiere el nivel de practicidad que solo pueden obtener los objetos a los que les ha sido inyectada una buena dosis de magia. En el momento de leer lo que hay en ese pequeño cartón me acordé de Ángela Loij, la última indígena Ona de la tierra del fuego, fallecida el 21 de Frebrero de 1974 dejando un hueco que ya nadie podría rellenar, entre Chile y Argentina, y ese pueblo, del que ella era su última representante, que como los mayas también tenía un dios especial, su dios supremo: Pemaulk, que significa palabra.

Hay nombres de lugares, tierras que se transforman en el centro del cosmos, en los que uno se escabulle de la maloliente rutina, para ampararse en lo que no encuentra en la tierra, tales como la Yoknapatawpha de William Faulkner, la Comala de Juan Rulfo, la Santa María de Juan Carlos Onetti o la Mágina de Muñoz Molina, y el cordón umbilical que une a cada uno de estos universos preferidos para sacudirle el polvo a los rincones del alma e idearse una presencia a medida en uno de ellos se llama Macondo. Allí llovió durante cuatro años, once meses y dos días de manera ininterrumpida, allí un hombre era la sombra de un árbol, allí había peces de oro y alfombras voladoras, y gitanos que venían de otros igualmente misteriosos sitios para ofrecer profecías e inventos asombrosos, allí una niña se comía la cal de las paredes y el incesto se confundía en los entresijos de la ciénaga, la pasión, la guerra y la genealogía. En Macondo apareció un tren con ciento cuarenta vagones y veinte mil hombres al frente de los cuales se encontraba Mr Brown lanzado a implantar la explotación de los platanares y la imposición del ritmo mercantil de la U.F.C. que nos sirve de símbolo para reconocer en ella la siempre molesta intromisión de Estados Unidos en la autonomía e idiosincrasia de los demás pueblos, extrayendo la riqueza bajo cínicos pretextos y retirándose cuando el negocio va dejando de ser rentable hasta que ese comboy de vagones, en obras posteriores, se va quedando en apenas tres de éstos. En Macondo parece que solo falta que aparezca el gran Visir persa Abdul Kassem Ismad con su caravana de cuatrocientos camellos en los que transportaba su biblioteca andante, dividida en grupos de treinta y dos animales, uno por cada una de las letras del alfabeto persa, para que todo en torno a la palabra tuviera el carácter infinito del limbo en el que sobrevuelan los vocablos.
Se dice que fue la obra de Octavio Paz El laberinto de la soledad la que desencadenó la influencia vital para que el realismo mágico empezara a desarrollar la prosa con la que los autores sudamericanos comenzaron a caracterizarse a partir de mediados del siglo pasado, pero en esto de la crítica literaria, así como en la explicación de las razones que llevan a la aparición de tendencias, hay que tener la misma cautela con la que se aborda un libro de historia si no quiere uno ser víctima de algún prejuicio con la facilidad con la que se pilla un resfriado. No sé si fue John Berger o el fotógrafo Richard Nixon quien dijo algo así como que el artista utiliza la mirada mientras que el crítico tan solo se fabrica unas gafas para poder ver; en cualquier caso quedé absorto, en una recopilación que el mesías de la critica literaria mundial, Harold Bloom, en la que se explaya acerca de las mejores obras del siglo XX, cómo al abordar Cien años de soledad literalmente tira la toalla y entrega la cuchara: no hay más señores, le falta decir apenas transcurrida la primera página de las que le dedica al Gabo. Hoy yo no digo nada y lo digo todo no diciéndolo porque se me confunden las ideas al pretender la tarea, que tan grande me queda, de decir algo sobre semejante personalidad, pero si que me dispongo a decirle a voz en cuello que hoy le deseo a esta inteligencia, con la que hemos tenido la suerte de coincidir en la imprevisibilidad del tiempo, un feliz Aniversario, una maravillosa paz, un sigilo tierno y sincero de descanso y sosiego y la mejor de las suertes para el resto de su vida porque con él uno siempre sale con la sensación de formar parte de este mundo por la bendita manía de pretender ir más allá inventándose otro en el que no hace falta estar loco para sentirse vivo. FELICIDADES GABO!!!!!!!

4 comentarios:

  1. Clochard:
    También yo me sentí subyugado la primera vez que leí "Cien años de soledad".
    Salu2.

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  2. La palabra es la voz del pensamiento y el silencio del corazón.
    Cuantas veces me quedé sin palabras cuando quería expresar un sentimiento...
    Felicidades Don Gabriel.
    Un abrazo palabra de honor!!

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    1. Muy metafísico eso de que la palabra es el silencio del corazón, como para detenerse a pensarlo con profundidad, como se hace con las preguntas de la filosofía, como si diciendo algo se callase lo que se quiere contar. Con García Márquez casi que no hay palabras, todas son pocas, inconmensurable.

      Mil abrazos.

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