viernes, 7 de abril de 2017

Aguantar la camella



A pesar de ser camarero y de estar acostumbrado a satisfacer muchas exigencias a la vez, aún me sorprendo de lo que tienen que aguantar algunos de mis colegas en ese tipo de establecimientos que sirven tostadas y cafés a la velocidad de la luz del nuevo día. Cerca de mi casa hay un sitio, muy céntrico, que da muchos desayunos; en él se afanan tres hombres con arte, con gracia pero sin ser pesados; trabajan como mulos, rápido y bien, y cada vez que voy allí me siento muy identificado con ellos, con sus instintivos movimientos que les hacen llegar a cada objeto como si estuvieran tocando un instrumento de percusión, y me convierto en el modelo de la paciencia y de la condescendencia, en un observador desde el otro lado de la barrera, quedándome embobado con las maniobras de sus manos y con la organización de sus memorias, con la forma en la que manejan la cafetera sin que salte ni una gota de leche ni quede una taza manchada por el más que probable goterón de café que suele suele ser la más firme prueba de los trámites de las prisas; actúan con sutileza de mayordomos diciéndole a algunos clientes que aguarden un segundo, y con el desparpajo de quienes tienen muchas horas de vuelo para sacar de dudas a los más indecisos. En un abrir y cerrar de ojos, y en el hueco recién dejado en cualquier sitio del local, se apiñan tres o cuatro personas que no dejan de pedir por su boca, algunas incluso sin decir buenos días; la mala educación es un claro síntoma de lo encerrados que estamos en la vanidad, de lo poco que creemos en el civismo, de lo incapaces que somos de ponernos en el pellejo de nadie; y ellos, los héroes de las mil formas de despachar un café ( porque en España somos tan especiales para lo del café que nos parece que es normal llegar a un sitio atiborrado y pedir lo que ni nosotros somos capaces de prepararnos en nuestra casa, vamos, sin saber lo que queremos pero exigiendo) continúan en su frenético y vertiginoso ritmo que no cesa: el blues del vaporizador y el swing del zumo de naranja, el cuatro por cuatro de la bayeta y el soniquete de fondo del tintinear de las cucharillas en la pica; la acción, la actuación, el riguroso directo en el que un despiste dará pie a una improvisación.
Estos señores del oficio forman parte del grupo de desprestigiados dentro de un gremio tan infravalorado como necesario, de los que es probable que no teniendo otra cosa hayan tenido que acabar haciendo esto, pero la dignidad con la que desempeñan su trabajo para sí la querrían muchos de los que se ajustan la corbata pensando cuál será su próxima víctima, cuál es la dirección del próximo desahucio o el código de barras de la sentencia cuyo fallo dará con un inocente en la ristra de los tristes números rojos de la injusticia, esos que miran por encima del hombro, esos que son capaces de vender a su padre con tal de cobrar una comisión más alta, esos que se devanan los sesos haciendo cálculos de cuánto se ahorrarán si despiden a los miembros de su plantilla que se encuentren en riesgo de enfermedad laboral, esos que no contratan a nadie de más de cuarenta años porque con esa edad ya somos viejos, ya no rendimos, ya no somos tan guapos; esos que le dan mucha importancia al aspecto físico del candidato pasándose por el arco del triunfo el bagaje y la compostura, la cultura, el saber estar, la forma de expresarse de un valor seguro pero no todo lo guapo que requiere la ocasión y el diseño del local. Pero como todo se pega, y los referentes a los que nos han ido acostumbrando son tan nefastos como la mugrienta pólvora de la demagogia, los héroes de la barra de este bar gozan de la compañía de un jefe que les supervisa y les aprieta las tuercas sin miramientos, y les recuerda que hay que moverse, que hay que estar pendiente, que hay que mirar bien, que hay que, que hay qué; qué es lo que hay. Pues lo que hay es que estamos tan metidos en la cadena de montaje de la adrenalina de la competencia que se nos olvida que para conminar a alguien a hacer su trabajo hay que en primer lugar dar ejemplo y no quedarse ahí exhortando y esperando a ser respetado por el mero hecho de ser el jefe; claro que esta suerte de individuos la primera cosa que no tienen clara es que el jefe es el cliente, que sin él sería imposible encender la bombillas de su negocio, que sin el cliente no hay nada de nada, y que para que haya clientes tiene que haber armonía en el equipo y unas ciertas buenas condiciones laborales que en este gremio son tan inusuales como el top less en el Polo Norte. Luego que si hay que ver cómo están las cosas, que si la gente está muy quemada, que si desvariamos cada día más; normal, a este paso, y de tanto aguantar la camella, a más de uno se le acabarán las tonterías el día que lo pongan en su sitio delante de todo el mundo, aún asumiendo el riesgo seguro de engordar la lista del paro. Se nos va de las manos.


2 comentarios:

  1. Clochard:
    la gente que atiende al público ¡debe terner una paciencia infinita!
    ¡La de gilipollas prepotentes que hay, por Dios!
    ¡Si pudieran vengarse! Una gotita de laxante en el café, un documento traspapelado, una inyección que duela, cosas así...
    Salu2 malva2, jajaja.

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    1. Hay que aguantar carros y carretas; hay que tener un buen capote; hay que aprender a cómo no comportarse. Es muy ilustrativo el trato con ese tipo de clientes.

      Salud, Dyhego

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