martes, 22 de agosto de 2017

Abrazar a los árboles


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Me comenta mi amigo Felipe que él como más disfruta es abrazando a los árboles de su parcela y contemplando las diferentes tonalidades que la luz de la tarde hace aparecer sobre las hojas de una planta. A Felipe le gusta ir al campo para olvidarse de todo, para retirarse del mundanal ruido y entrar en contacto con la naturaleza que, según él, es la ecuación más perfecta que existe por mucho que todavía no sepamos de dónde venimos ni a dónde vamos. Toma un trago de ginebra y enciende un cigarrillo, tose, luego me ofrece tabaco y se disculpa, piensa, hace un chasquido con sus labios y me mira como queriendo que yo le preste mucha atención para confesarme que lo de los abrazos a los árboles no se lo ha contado a nadie. Felipe es feliz podando ramas  y cultivando verduras, regando setos y arando la tierra que rodea su casa de campo, probando con los esquejes a los que les tiene la misma fe que a su convicción de que los vegetales son seres vivos que se ponen más bonitos cuanto más se les habla y acaricia. Con esa sensibilidad es normal que una persona se sienta ofendida por muchos de los actos cotidianos, por muchas de las declaraciones de incoherencia a las que estamos expuestos. Admiro a las personas que parecen que están solas pero se encuentran perfectamente acompañadas por ellas mismas; hasta el dibujo de las volutas de humo que salen de su boca al fumar son  diferentes, más humanas, demasiado humanas. Hablamos de poesía, de la situación social actual después del atentado de Barcelona, de lo perdidos que andamos por la vida; hablamos de los conflictos familiares y del paso del tiempo, de los desencuentros y de los ataques de desidia infundada, de los toques de alerta que la depresión puede darnos, ese animal agazapado como un lobo que de vez en cuando asoma sus orejas, motivo por el que hace un tiempo no le da más de dos o tres pinceladas a alguno de los cuadros que tiene empezados. Un hombre sentado en una butaca de plástico en una terraza de la Alameda, un hombre sabio y cabal, sincero, uno de esos tipos que no da puntada sin hilo, una enciclopedia andante, un profesor jubilado por una extraña enfermedad que le proporciona duros dolores de espalda, en su actitud contemplativa me refresca la conciencia y me devuelve a la tierra, me pone los pies en el suelo cada vez que me recuerda la importancia de hacer lo que a uno más le guste siempre y cuando no interfiera en la libertad de los demás. Felipe me recuerda a ese hombre, al abuelo de José Saramago, que según el escritor fue la persona más inteligente que conoció en su vida siendo analfabeto, y a esa costumbre suya de abrazar a los árboles de su huerto para ir despidiéndose de ellos cuando sin diagnósticvo médico ni interferencias de ninguna palpable enfermedad sabía que le quedaban unos cuantos días de vida. Es verdad, yo he adoptado el hábito de hablarle a las plantas de mi patio y cada día están más bonitas.

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