sábado, 26 de agosto de 2017

Prejuicios literarios


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Uno de los prejuicios que me persiguen a la hora de elegir mis lecturas es el de creer que sólo me resultarán interesantes las escritas por autores contrastados; por eso cuando cae en mis manos una obra de esas que han sido récord de ventas sospecho que lo único que puedo encontrar en ella es mucha paja y poca profundidad, muchas páginas escritas con la única intención de entretener pero sin un ápice de compromiso ni de crítica. Pero no es así, porque existen novelas escritas por autores desconocidos que además de entretener gozan de una calidad literaria, y de una estructura narrativa y documental, tales que hacen que acabe uno por replantearse su viciado criterio de selección. En esto de la literatura parece como si más allá de los autores que gozan de la reputación de ser académicos, o aquellos otros que sin serlo han tenido la suerte de instalarse en el mercado gracias a la consecución de un premio, no hubiera hueco para la confianza en autores que, o bien acaban de empezar o bien se dedican a escribir sobre temas sin aparente atractivo de erudición. A algunos lectores como a mí nos incita a optar por un libro y no por otro un cierto aire de búsqueda de intelectualidad, de conocimiento filosófico, cosa que en muchas ocasiones nos lleva, a pesar de no terminar muchas de las lecturas que empezamos, a decidirnos por el ensayo; pero puede uno llevarse alguna que otra grata sorpresa. También sucede que las personas que creen conocernos mejor nos regalen libros aún no siendo ellos lectores, por lo que no es de extrañar que al abrir el envoltorio de un regalo uno se encuentre con las vivencias en las Alpujarras granadinas del célebre componente de una banda de rock o con uno de esos ejemplares en los que un entrenador de fútbol desentraña las claves de su éxito. Nada es desechable, todo tiene algo que aportarnos; y bien mirado, y desde el punto de vista de la dedicación y el esfuerzo, toda obra, por simple que nos pueda parecer, se merece un respeto y una cierta dosis de admiración. Algo así me pasó hace ahora un año cuando mis amigos Amandine de Sousa y Rafael Charquero decidieron regalarme El pintor de sombras, de Esteban Martín: una obra basada en la Barcelona de Picasso en la que el pintor se ve indirectamente involucrado en una serie de asesinatos cometidos por un facineroso miembro de la nobleza de la época que se regodeaba enviando al periódico La vanguardia una nota después de cada crimen bajo el seudónimo de Jack. En un primer momento pensé que se trataría de una novela sin demasiada molla, una más de las que atiborran los estantes de las librerías de saldo, uno de esos libros de los que el personal se desprende sin reparos. Ayer la leí de un tirón, no pude dejar de leer durante unas pocas horas en las que no me apetecía nada más que prestarle atención a las investigaciones de los detectives que trataban de resolver el caso, embaucándome en el ambiente bohemio de finales del XIX, con sus artistas y prostíbulos, con sus cafés y sus calles y sus coches de caballos, con sus rufianes y borrachos, con su miedo a meterle mano a los intocables de siempre, regocijándome con la habilidad del autor para poner en contacto el Londres de Conan Doyle con la Barcelona de Picasso. Desprenderse de algunos prejuicios a la hora de abordar la lectura de una novela me hace ver con más claridad la inmensidad de historias bien escritas que deben andar por ahí esperándome para ampliar mi campo de visión y para disfrutar de la buena literatura, que muchas veces se encuentra en uno de esos libros que nos andan esperando en nuestra misma casa.

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