domingo, 10 de septiembre de 2017

El espejo del alma


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Cada día estoy más convencido de que la cara es el espejo del alma, y a la estrategia de pretender  disimularlo, tan frecuente en estos tiempos en los que parece que hay una cierta negación de la sinceridad más palmaria, se le ve el plumero por su no sostenibilidad, por la endeblez de sus cimientos, por la trivialidad de la voz que no sintoniza con la imagen del rostro. Se está implantando en nuestra cultura occidental, muy influenciada por la equivocadamente llamada psicología del coaching, que de psicología no tiene nada, la tendencia a querer incesantemente aparentar un estado de ánimo predispuesto a la acción positiva desatendiendo las ecuaciones de las evidentes consecuencias que el entorno genera en el interior de las personas, perturbándose así el juicio de valoración de lo que realmente importa, que es mantener firme la conciencia de que la tristeza no solo es que sea buena, sino que además es tan necesaria como el júbilo para entre unas cosas y otras disponer de una más completa visión del asunto, de la cosa, de la cuestión, del todo en el que tan difícil por momentos nos parece mantener la coherencia entre lo que hacemos y lo que pensamos; de otro modo lo único que conseguimos es un falsificado retrato de cuanto somos, en cuyas luces se halla la perversión del parcial y sesgado análisis de las circunstancias. A través del dibujo de nuestra faz podemos denotar un estado de ánimo o se nos puede adivinar el pensamiento, la preocupación y la alegría, el bienestar, la tranquilidad, la relajación, la sorpresa. La profundidad de la mirada está íntimamente relacionada con la lejanía de lo que vamos barruntando en el permanente acto de pensar, que es lo que, bien o mal, no dejamos de hacer ni cuando dormimos. Se dice que alrededor del setenta por ciento de nuestro lenguaje es corporal, poco más o menos, aunque nos parezca una exageración; y es que podemos decir tantas cosas con los ojos y las cejas y las pestañas, con la frente y los labios, con el mentón o la mandíbula, que rápidamente se incorporan al diálogo con la contundencia de un aplastante argumento; de la intensidad con la que nos rasquemos el cogote o nos acariciemos el pelo depende el grado de inquietud al que estemos sometidos en ese momento. Estoy pensando en lo mío, dice el otro o la otra, cuando ante nuestro interés les preguntamos qué les pasa, porque la recepción está en primera instancia tan alerta o más de lo que se ve que de lo que se escucha; no hay nada más que verle la cara, decimos cuando tratamos de explicar de un plumazo las suposiciones de las que tan solo tenemos el dato de la instantánea del alma serigrafiada en unas ojeras o en una mueca desordenada. Nos contemplamos en un espejo y deducimos cómo nos encontramos más allá de lo que podamos sentir sin pretender contárselo a nadie, existiendo ahí una relación directa entre nosotros y nuestro interior, muchas veces entre lo que nos habita y el reflejo que transmitimos; y es inevitable, ya que debido al cable que conecta la vehemencia de nuestras preocupaciones, a no ser que se tenga una sobresaliente capacidad de autocontrol, comprobamos cómo se alimentan las corrientes alterna y continua de la electricidad del raciocinio dando lugar a la configuración del semblante. La conexión entre cuerpo y alma representa la conjunción del binomio humano en cada uno de nuestros movimientos. En la cara se advierte el madrugón y la resaca, la ilusión y la duda, la admiración y la pregunta, el cansancio y el descanso, el aburrimiento y las prisas, la desesperanza y el optimismo, el abatimiento y la renuncia y las ganas de seguir intentándolo; en la cara se advierte la decepción y el buen sabor de boca, la apatía y la desgana y el compromiso y el repertorio de puntos suspensivos de la meditación que en ocasiones nos sobrepasa. Lo dicho, que la cara es el espejo del alma.

2 comentarios:

  1. Sí, realmente la cara nos dice mucho. Los gestos corporales aún más.
    Salu2, Clochard.

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