sábado, 16 de septiembre de 2017

La deshumanización del arte


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Hay algo en mi oficio que lo convierte en obra de arte: la afasia en la que se envuelve la escena al son de los múltiples movimientos de cuantos se encuentran en pleno directo generando un estado de bienestar que posibilita que los clientes sentados a una mesa disfruten de sus cinco sentidos no solo en función del plato que tienen delante, sino también a través de la sincronización de las manos y los codos, de las miradas y los pasos precisos que alcanzan su objetivo con el sigilo de los gatos. Uno de los aspectos que más me gusta de mi trabajo es el cuidado de todos los objetos que formarán parte del servicio. La disposición de esa serie de pequeños elementos que se encuentran en los aparadores, al conjunto de los cuales llamamos, con el frecuente uso de vocablos franceses en la restauración clásica, petite menage, es ya un indicativo del pensamiento que precede a su utilización. Admirar el brillo de un carro en el que se encuentran alineadas decenas de copas y varios decantadores es predisponerse al gusto por el trato con quienes nos visitarán esperando lo mejor de nosotros. Durante la puesta a punto de la sala, denominada mise en place, el camarero se siente parte de ella recreándose en el mimo con el tacto. Una habitación en la que hay unas cuantas mesas es un lienzo tan dado a la creatividad como un papel en blanco. Todo cobra vida en un restaurante a partir del momento en el que le prestamos un poco de atención a lo que nos quieren decir el tamaño, la forma y el fin de cuantos entes materiales nos rodean; todo tiene un diseño, un ángulo, un pliegue, una curva o una recta, una esquina, una etiqueta o un tapón, todo se encuentra esperando a ser puesto en relación con el entorno, nada se deshecha, cada cosa tiene su función, desde una botella de acetite hasta un salero, desde una lámina anti goteo a aquello que hemos dispuesto en cada uno de los dos cajones de un guéridon y en la superficie inferior del mismo. Hoy en día es raro ver cómo se trincha una carne o desespina un pescado delante del comensal; ya no corren los tiempos del banana flambé ni del steak tartar, ni de esos solomillos Wellington o a la pimienta con los que los jefes de sala deleitaban con su destreza a la concurrencia; hoy lo que prima es la observación, mantener las necesidades del cliente cubiertas y anticiparse a cada una de ellas. De la habilidad que se desarrolle en este último aspecto depende la estabilidad de la sala; a partir del momento en el que hay desatención sube el tono de voz de los clientes y empieza en sus rostros a sembrarse la impaciencia. El orden y el silencio transmiten confianza y le abonan el terreno a la creatividad mediante la armonía, y en esa belleza se puede comprobar cómo la elegancia con la que un camarero actúa es uno de los impulsos que permiten que la tierra siga girando sobre su eje. De la misma forma que escribir es ordenar el pensamiento moverse con la delicadeza de un mayordomo es darle sentido a la dedicación del servicio, de este oficio tan denostado y de cuyas virtudes tan poco se habla a nos ser que salga por ahí alguno de esos que se las dan de intelectuales diciendo que vivimos en un país de camareros de saldo sin mencionar las condiciones en las que muchos de ellos trabajan, uno de esos que no tienen ni idea de la fortuna que les ha tocado en suerte por poder escribir cobrando en un periódico, uno de esos que cuando va a un restaurante seguro que lo hace tan de vuelta de todo que su propia atrofiada observación no le permite darse cuenta del poso de humanidad que rezuma la destreza de un camarero. Por eso insto continuamente a los jóvenes que forman parte de mi equipo a que lean, a que se instruyan y viajen y trabajen no dejando de lado su  mundo interior, porque de nuestra cultura dependerá que este oficio se convierta en un atractivo y no en un cajón desastre. En manos de estos jóvenes, que son los futuros directivos, está la posibilidad de una atmósfera mejor mediante el conocimiento dentro de este gremio. El silencio en el trabajo nos conecta con la coherencia de la reflexión y con la creencia en nosotros mismos. Me da mucho coraje que debido a la gran afluencia de turismo en nuestro país los empresarios se aprovechen maltratando la dignidad del oficio a costa de la cuenta de resultados, porque a esta profesión, cuyo punto de partida es el cuidado sobre los demás, se le está dando un tono carcelario que nada tiene que ver con la esencia de una vocación cargada de valores, y que por desgracia en estos momentos una vez que se encuentra no halla espejos en los que mirarse debido a la pésima calidad de los referentes sociales, a no ser todo lo que tenga que ver con el dinero. En las escuelas de hostelería se deberían dar clases de lengua y literatura, de filosofía e historia, de modo que quienes se dispongan a ejercer el sano oficio del servicio tengan más constancia del valor de la humanidad para no caer en el atropello de equiparar su ejercicio con una pelea de gallos, para que nunca dejen de celebrar que son camareros de la misma forma que William Faulkner decía que él era granjero.
 

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