domingo, 24 de septiembre de 2017

La marea


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La política, que se ha convertido en un juego dialéctico de eufemismos, ya no sirve nada más que para confrontar a quienes ansían el poder dejando de lado el interés popular, desvinculándose de su verdadera función que es la de trabajar para el progreso en común de una sociedad cada vez más sacrificada a los castillos del entretenimiento. El ciudadano se aburre, descree, no le encuentra aliciente, se desprende de todo lo político centrándose en su supervivencia, en el anhelo de su infancia que lo devuelve al confort de la ensoñación; el ciudadano tiene pan y circo y los políticos barajan las cartas del presente con decisiones de última hora que van aumentando el curriculum de su ejercicio a base de chapuzas no dando su brazo a torcer, caiga quien caiga que no demuestre entusiasmo por la codicia; el ciudadano no cree y el político no escucha porque se ha aislado, porque no vive a pie de calle lo que sucede, a lo sumo se lo imagina diciéndose que las cosas son como son sin dejar de excusarse desmintiendo el palmario fracaso de sus operaciones. La ideología también ha muerto, tanto da un partido de derechas que de centro que de izquierdas; tanto monta monta tanto, la cuestión es llevarse el gato al agua sin haberle puesto el cascabel. Hay tanta mentira encerrada y tanta verdad sin descubrir, veladas ambas de discursos que desvían la atención hacia el error del contrincante, que no saliendo de ahí cada vez son más los problemas que se aglutinan extendiendo la metástasis de un tumor que cala en la sociedad hasta dejarla muda y al amparo del desaguisado del Congreso. El pueblo tiene sus preocupaciones, sus telenovelas y sus gangas en el escaparate, sus días de rebajas y su derby del domingo, sus impuestos y sus quejas, su dramatismo instalado en la costumbre, su la vida es así; el pueblo come y calza, viste y va a la peluquería, se amodorra en la inapetencia de la preocupación sobre los problemas capitales del país con el convencimiento de que no podrá hacer nada para solucionar nada, porque no se siente formar parte de ningún parecer salvo la posibilidad de introducir una vez cada cuatro años una papeleta en la urna de cristal de la clase dirigente. Al ciudadano se le confunde haciéndole pensar que sus tribulaciones para estar al día se encuentran en disponer del nuevo modelo de teléfono mientras se le exime de toda responsabilidad; la única responsabilidad que acaba teniendo el ciudadano es la de trabajar para que con los resultados obtenidos los políticos hagan y deshagan a su antojo mirándose el ombligo dándose empujones para salir en la foto. Cuanta más incultura más posibilidades de manejar el cotarro desde un sillón; cuanta más ignorancia más peligro de desmoronamiento, más salidas de tono y más incongruencias cargadas de esa valentía tan dañina para el entorno que se resumen en lamentos sin el respaldo de la filosofía práctica de la experiencia; porque de lo que ahora se habla tanto, de Cataluña, nadie tiene ni idea, ni los mismos catalanes convencidos de su causa saben hasta qué punto llega la proporción del rédito de quienes dicen luchar en nombre del pueblo. El mundo de la política es un crucigrama de grifos que se abren y se cierran en el que nadie vende duros a cuatro pesetas, un mundo de estrategias que justifican el fin sin reparar en el desgaste y la ética de los medios. Más de lo mismo sin final feliz. Somos como peces arrastrados por la marea a los que se nos ha olvidado ser nosotros mismos, influenciados por el éxtasis del papanatismo mediocre de una presunta comodidad que nos está saliendo muy cara, tan cara que no tiene precio el despropósito. Estamos pasando de títeres a mártires sin darnos cuenta de nuestro papel en cada momento. Qué pena.

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