A pesar de no encontrarse la fe dentro de mi ramillete de virtudes, suelo disfrutar de las representaciones semanasanteras en lo concerniente a la expresión popular, a la costumbre, a las raíces de la cultura a la cual pertenezco y con la que convivo, y si tengo la ocasión no desperdicio la oportunidad de ser testigo de la auténtica coreografía que representa una procesión en Sevilla. El pueblo se echa a la calle a contemplar las imágenes veneradas hasta la exaltación por esa saeta que pone el corazón en la garganta. El orden de los pasos de los costaleros hace imaginar el aspecto de sus caras ahí debajo, en esos cuantos centímetros de separación en los que todo está calculado por un rigor marcado por el estilo del sentimiento. Un palio se mece con la sincronización de un tiempo aparte en el que parecen dibujarse las secuencias de una partitura. Todo es merecedor de un pulcro silencio, de ese mismo mutismo con el que en la Maestranza se observa la lucha entre el hombre y el astado, momentos en los que casi no se puede ni respirar, momentos en los que hasta una leve brisa puede ser escuchada, con la plaza hasta la bandera, y que se encargan de llevar al coso sevillano a la categoría de más purista del mundo. Asunto, este último, de sumo respeto en el que todos colaboran y sobre el que el neófito visitante pronto es puesto al día porque nada puede descordinar en semejante rito, a vida o muerte, cargado de rigurosa disciplina y obediencia.Pero en el tiempo transcurrido desde que diese comienzo la semana santa del año que nos ocupa he echado mucho de menos esa sensación de sumisión y acatamiento con la que la puesta en escena se convierte en algo mágico. Por supuesto que no por parte de todo el mundo, pero encontrándonos en el lugar del planeta en el que la pasión se escribe con mayúsculas no es concebible que se aproveche la ocasión para ponernos zapatos nuevos, traje de chaqueta y corbata, gomina por un tubo e irnos al Opencor más cercano para abastecernos del suficiente condumio con el que, bolsa en ristre, pasear por las aceras, de la ciudad en la que la ceremonia de lo que nos concierne es motivo de elevado culto, sobre las que escupir el gargajo de la característica hipocresía sin la que a nuestro sur le faltaría algo. Son frecuentes las escenas de palmoteo flamenco y las desmesuradas cogorzas de jóvenes a los que no se les está enseñando que esto es algo serio, que no se pueden tirar por tierra siglos de sagrada tradición porque entre otras cosas somos el espejo de la misma de cara a la orbe entera, y no se puede aprovechar de mala manera la mínima oportunidad para convertirla en el carnaval al que Doña Cuaresma se encargó de despedir hace cuarenta días. No. Insisto, no todos van del mismo palo pero algo falla desde los mismos adentros de lo que somos y, unos a otros, debe ser pedida la deferencia con la que se demuestre el auténtico sentido de la pasión, pero sin zarandearla.
martes, 3 de abril de 2012
Pasión zarandeada.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Lo cuentas muy bien, Clochard, pero yo me quedo con el que vive esa pasión desde su creencia(la que yo tanto envidio)y desde su corazón en silencio sin importarle los testigos, estrene o no zapatos, estrene o no camisa.
ResponderEliminarMuy bien, sí Señor.
Besos y versos.
(Mi sol y los ratones coloraos se portaron)
Blimunda, por supuesto que hay quien lo vive con pasión y no necesita nada más que el silencio de su corazón, pero la cultura, la tradición necesita de respeto y de didáctica hacia las nuevas generaciones, sobre todo aquí que es donde más lejos se llega en lo que a estas fechas se refiere. Y se nota mucho que hay una falta de seguimiento de los principios cristianos y que importa mucho la apariencia.
ResponderEliminarBesos, prosas y versos.