Al fondo se ve una cafetera de uno de cuyos costados cuelgan dos jarras metálicas. Se ven recipientes de mimbre para los azucarillos, la sacarina, los bizcochos y las magdalenas del desayuno. Hay un cartón vertical para las liofilizadas dosis de descafeinado y un clavo del que pende una ristra de cupones para el sorteo de hoy. Los destellos de una máquina de bolas que ya no es la Reina del Caribe acompañan el mosaico de colores de una tragaperras. Las garrafas de lejía, detergente y líquido multiusos habitan a los pies del fregadero, cerca de los barriles que esperan su turno en el cañero. Un dispensador de frutos secos mira de reojo a las sombrillas del verano que invernan sobre unas cajas de refrescos que le sirven de colchón. Las sillas y las mesas de la terraza son torres de plástico rojo bajo el porche de la fachada. Los días son seguidos en un calendario patrocinado por la ferretería más cercana. Un velo de polvo sobre los frascos de la estantería más alta, esa en la que se encuentran desaparecidas marcas, da fe del tiempo transcurrido como le ocurre al tronco del árbol con sus anillos.
Junto a la registradora yacen innumerables monedas de céntimo que van formando una manta metálica después de haber rebosado el vaso de plástico en el que una vez comenzaron a instalarse. Mecheros que no encienden, cajas de cerillas, chinchetas, clips y comprobantes de la compra del supermercado, entre otros, forman parte de la familia de elementos que ahí están porque han venido y acaban conviviendo, en las inmediaciones de los platos de café y el recipiente en el que descansan invertidos, con su lengua hacia arriba, las cucharillas y los tenedores con los que será atacado el pincho de tortilla, junto con un candado, un manojo de llaves y un mando con el que activar el mecanismo necesario para poder comprar tabaco.
De tanto en tanto se escucha un ¡shiiiiiips! Indicador de que una mínima cantidad de insecticida ha sido expulsada, por un dispensador, con la rutinaria habilidad con la que un reloj da los cuartos, con la sincronización con la que unos dedos redoblan sobre el mostrador mientras admiran la cantidad de ginebra que cae dentro de un vaso. Inevitablemente, alguna luz de emergencia no trabaja. Los Chichos y Los Chunguitos le dan tarea a una arrinconada mini-cadena junto a la que permanece impasible un expositor de casetes y un trasto del que cuelgan llaveros de los más diferentes aspectos y formatos que se venden por un euro.
Amer Picón, Chartreusse o Cynar, Brandy de Jerez con tapón de corcho, anís Las Cadenas, Parfait Amour o Drambuie y Grand Marnier con desgastadas etiquetas son algunos de los tesoros que paradójicamente se pueden encontrar en alguna de las repisas de este sitio. No muy lejos, no preguntes porqué, hay un bote de Cola Cao y un muñequito de plástico. Carteles de épocas pasadas anuncian partidos, corridas, fiestas, conciertos, cursos o circulares del ayuntamiento. Algún anuncio vende o alquila un piso. Algún marco encierra una foto de familia o de peña juerguista, el escudo del equipo de la zona o el busto de un mítico futbolista al que idolatra la concurrencia.
El serrín continua siendo un recurso. La Flor, el Tute y el Mus son el póquer del pueblo que ocupa estos asientos de eskay que llegarán a ser históricos. La vida no sería lo mismo sin el bar de la esquina en el que ahora me encuentro y me gustaría seguir describiendo.
mmm suena bien. mejor no describo dónde estoy yo, lo digo por no llorar!
ResponderEliminarSandler:
EliminarSeguro que ahí se te ocurre alguna de las tuyas.
Salud.
Querido Clochard:
ResponderEliminarY te ha faltado contar lo majo e interesante que era o es el barman,que será de él.Un ola por Marcos.Por mil veces que he entrado,nunca me hubiera dado cuenta que el dispensador de frutos secos mirara de reojo a las sombrillas...que gracia!!Un abrazo fuerte.
Querida Amoristad:
EliminarLas cosas vivven y en este lugar tenian una vida especial, con una capita de polvo muy al estilo de Marcos. Si lo ves le das un abrazo de mi parte.
Besos.